Que la vida te posea por el espíritu del arte

Samuel Segura

09 November 2022

¿Pero a quién podía interesarle su alma? Sin duda volvía a casa luego de cada jornada, besaba a su mujer y besaba a sus dos niños limpios. Esa vida alcanzaba para media frase de Tolstói.

La gravedad. La que mantiene nuestros pies sobre la Tierra. La que nos impide, a los humanos, volar –o incluso despegar. La que posee leyes casi inquebrantables para nuestra voluntad –para cualquier voluntad. La que aplica su fuerza sobre todas las cosas.

La gravedad. La que provoca que todo caiga por su propio peso. Irremediablemente.

La gravedad, siempre justa e implacable.

Solo hay un sitio donde se le puede quebrantar. En realidad son dos. Como si fueran cosa aparte, cosa de otro mundo; ahí donde uno da un salto y logra llegar a, digamos, la cima del edificio más alto. O a salir del planeta.

La escritura y una nave espacial.

Uno puede escribir lo que le venga en gana y volverlo creíble, hacerse de un cómplice, de un probable lector que se compadezca, que tenga compasión y disponga su mirada sobre las letras que, a pulso de teclearlas una tras otra –ahí sí con la gravedad de nuestro lado, rigiendo nuestros dedos aunque solo usemos dos o los diez u ocho; o el pulso de nuestra mano sobre el papel– formemos palabras.

De las naves espaciales no puedo decir mucho más de lo que encontré en Tom Wolfe.

Algún lector soportará que se le hable de mundos inexistentes, de infiernos y paraísos, de fantasmas. De seres alados que vuelan, o cubiertos de escamas que naden. Que atraviesen continentes sobre o bajo los océanos. Que viajen en el tiempo. Que viajen entre galaxias.

Otros lectores no.

Estos preferirán los hechos, lo verificable, lo histórico. (Al respecto Norman Mailer aseguró[1] que toda escritura es ficción. Y lo secundo.)

Al final toda escritura vuela, toda escritura es un avión.

Bueno, no toda. Otras son taladros que escarban en lo profundo de la Tierra, haciendo un hoyo, mirando el núcleo de las cosas.

Otras parecen telescopios por los que se logra mirar las estrellas.

Otras son tortugas, otras liebres.

Otras son un abuelo que bosteza. Otras una joven que corre un maratón.

Y en todas habrá lectores que se tomen muy en serio lo que se escribe y lo quieran llevar a cabo en su vida diaria. Serán los menos (espero. O los más, quién sabe, esos que quizá no se han dado cuenta). Querrán vivir al pie de la letra situaciones, escenas, diálogos de aquello que leen, ven o escuchen en las ficciones que consuman.

Y confundirán la vida con la literatura.

(Aquí habrá quien diga que la literatura es mejor que la vida. A veces, muy pocas, tendrá razón.)

(Y habrá quien diga que la literatura se nutre de la vida, nunca al revés, pues no la supera –cuántas veces escucharemos que “una vez más la realidad superó a la ficción”–. Y tendrá razón aunque: ¿quién dijo que se trata de superar, de que esto era una competencia?)

Cuando la vida llega a nutrirse de la literatura todo parece forzado, metido con calzador. Impostado. Imposible. Inverosímil. Un hombre vestido de astronauta entra a una cantina, imitando la vestimenta de un personaje de su libro preferido, y quien lo ve piensa que está jugando, o que está loco. Todo parecerá una locura, una tozudez.

Sin embargo cuántas veces pasará –a quienes escribimos, a quienes al menos lo intentamos– que escribimos con exactitud la vivencia ajena, lo que nos contó la tía; la tragedia que nos rompe el corazón en la charla de sobremesa, pero que al llevarla al papel suena demencial (y cursi).

“De telenovela”, dirán algunos (aunque yo, por otro lado, soy defensor de las telenovelas, pero no es aquí el espacio ni el lugar para escribir por qué; solo diré que, en efecto, nuestras vidas a veces son hiperbólicas, exageradas, ruines, cursis, melodramáticas. Hasta piores que las telenovelas que veíamos con nuestras abuelitas, las cuales por eso tanto nos gustan).

Cuál, me pregunto yo, es entonces la maldita diferencia entre la escritura y la vida.

No lo sé.

Imagino, sin embargo, al Doktor, estudioso absoluto de la literatura rusa, leyendo lo que le ocurre a Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, o Nicolás, en el México de 1971, cuando el presidente era el recién finado Luis Echeverría. Así lo plantea su autor, David Toscana, en la novela El peso de vivir en la Tierra (Alfaguara, 2022). (Y aquí me pregunto: qué es el arte sino la levedad, aquello que permite soportar la pesadísima mano que nos empuja hacia el suelo, que nos aplasta, que se nos encima y nos sobaja hasta poner nuestro cuello bajo su bota. ¿Es el arte lo contrario de la gravedad?, me pregunto también y veo que es una estúpida pregunta).

Apasionado (iba a escribir enloquecido, ¿será lo mismo?) por Rusia, Nicolás trabaja(ba) como jefe de comunicación en una empresa mexicana. Pretende –y lo logra– vivir en la lengua de Dostoievski (y en sus calles, y con su moneda), quien vivió cien años antes que él; quiere una vida basada en las aventuras  –y desventuras– de sus personajes, o mejor dicho en las frases de los grandes autores rusos (los que todo mundo recomienda leer, pero que solo unos cuántos han leído en serio: Gogol, Chejov, Gorki, Pushkin, Dostoievski, Bulgákov, Tolstoi… Salvo el Doktor, él sí. Y Toscana, se nota.)

Su pasión por estos autores, la de Nicolás, conforme uno avanza en las páginas, se contagia. Pero también puede pesar. (Al Doktor, que ya está contagiado, imagino que lo interesaría más.) Y es que en veces esta novela parece más un ensayo –no es que eso esté mal, en absoluto; en escritura nada está mal, no hablando de las formas– o un mero pretexto narrativo para hablar de esa pasión que de repente parece presunción por parte del autor y de la que uno a fuerzas aprende algo. Lo quiera o no.

¿Las novelas sirven para aprender? Sí.

¿Y las telenovelas? Tal vez.

Por el tema, El peso de vivir en la Tierra me recordó un momento a Fogwill y su Guion para Artkino (tiene poco que lo leí). Solo que, a diferencia de este, Toscana no termina por despegar, se mantiene en el piso (y empieza a escarbar en el subsuelo, y a anclarse en él), cosa que Fogwill consigue (aligerándose) llevando la trama al buen puerto de la atención lectora (la mía, en este caso). En Toscana las páginas a veces pesan, como si estuvieran mojadas, a pesar de que el texto es ágil y se deja leer. Cuesta avanzar por su, pienso, teatralidad (por sostenerse en el peso de las palabras, en el discurso per se, el de las frases elaboradas –tanto las suyas como las de los rusos– que contienen ideas muy profundas y que no necesariamente están escritas para que simple y llanamente avance la acción. Aunque avanza).

Sí, me temo que esta historia podría representarse. Tiene la plasticidad necesaria (diría el Dok, quien además de escribir pinta) para hacerlo.

Sí, la veo en el teatro local, levantada con una humilde producción.

Sí, me veo ahí sentado, en ese teatro, junto al Doktor (a quien ya le recomendé la lectura de este libro; apuesto a que lo abrazará mejor que yo) mirando transcurrir, una tras otra, esas situaciones hilarantes, absurdas, fragmentadas; esa confusión a coro de diálogos en el que ya no sabe uno si está hablando el narrador o el personaje o el fragmento de Tolstoi (¿es más un texto de los otros que un texto del autor? En ordenarlos y en seleccionarlos también está la autoría, me temo).

Me veo, igualmente, aplaudiendo al final y yendo a saludar a los actores, agradeciéndoles la puesta. Y, por qué no, siendo parte, de repente, de su elenco (como también pasa, se me ocurre ahora, en Synecdoche, New York, de Charlie Kaufman) en esa obra teatral novelizada casi ensayo del día a día. Un guion escrito, esta vez, por el Doktor, y que se titule igual que este bodrio mío.

Sí, un libreto escrito por el Doktor, también experto en Rusia y su literatura, donde yo sea su pretexto y esta novela el material de inspiración (“Basada en…”, dirá). Donde él sea el protagonista y narrador, donde las fuerzas militares rusas invadan la Ciudad de México de los 70 y donde haya vampiros que chupen la sangre de los personajes de un escritor que apenas nace y cuyo apellido sea Toscana.

Sí, algo de eso.


[1] En su libro Un arte espectral.