En el último siglo, ninguna experiencia se ha acercado a una encarnación absoluta del mal como el nazismo. Salvo excepciones (como la “opinión” de los neofascistas de todos los colores alrededor del mundo), el consenso está en que Hitler, su partido y sus seguidores fueron una abominación de la humanidad, una muestra de lo que el miedo, el odio y el poder pueden destruir cuando se mezclan. De ahí que los nazis sean los villanos perfectos para novelas, películas, videojuegos y series de televisión.
En la prolífica obra de Ignacio Padilla —que incluye reflexiones sin fin sobre Miguel de Cervantes, el mar (La isla de las tribus perdidas, Debate), el apocalipsis (La industria del fin del mundo),una obra cuentística compleja e interconectada como La micropedia, así como diversos ensayos y relatos para niños—, el Mal ocupa un lugar especial. Podría decirse. Ahora, cuando se cumplen 6 años después de su inesperada muerte en 2016, parece que uno de los muchos círculos concéntricos de su obra está por cerrarse: la narración del nazismo que se inició con Amphytrion (1999) ahora encuentra un final en Lo que no sabe Medea (Alfaguara, 2022).
Los paralelismos son numerosos: ambas novelas tiene en su título el nombre de un protagonista de la mitología griega, por un lado Anfitrión, y por el otro Medea; son dos esbirros nazis los que ocupan el centro de cada relato, respectivamente, Adolf Eichmann, el famoso burócrata que gestionó el Holocausto judío, y Joseph Goebbels, propagandista en jefe del partido nazi.
Por supuesto, en ambos casos Padilla se regodea en esa peculiaridad alemana, en la que se encuentran la tiniebla y la inocencia infantil de los cuentos de hadas (que ni siquiera los hermanos Grimm pudieron endulzar), la adaptación del mito griego en el contexto germánico y, más importante aún tratándose de los nazis, la indeterminación de la identidad, el problema que más obsesiona a los fascistas, enloquecidos por la pureza de raza.
Lo que no sabe Medea parte de un caso real, el de Magda y Joseph Goebbels, matrimonio cuya infamia se coronó con el asesinato de sus seis hijos: Helga, Hilde, Helmut, Holdine, Hedwig y Heidrun (todavía se especula hoy que sus nombres, todos con H, fueron un homenaje a Hitler, quien quizá fue el único amor verdadero de los Goebbels) y de ahí la referencia a Medea, quien asesinó a sus hijos como venganza contra su esposo, Jasón. Sin embargo, Magda en un un principio se casó con Günther Quandt, fundador de la automotriz BMW y la farmacéutica Altana, y tuvo con él a su primogénito, Harald, que aparece aquí como un detective que trata de redimir a sus medios hermanos.
De ahí, la novela ensambla un diálogo polifónico de presencias fantasmales que buscan otro destino que no sea la muerte. La ambigüedad del relato consiste en que nunca se sabe cuál de esos hermanos o presencias, cuyos nombres están “desgermanizados” (Catalina, Giovanna, Christian, Susanne), está realmente vivo. Habla la historia con la rotundidad de los crímenes y guerras, pero nunca la certeza de qué significa en realidad. Y esa es la cuestión que ronda en esta novela que ocupó a su autor durante 20 años, incluso unos días antes de su fallecimiento: no se trata de hacer una redención imposible, la de Joseph Goebbels y el régimen hitleriano, pero sí el de imaginar que de la raíz del mal puede brotar, si no el bien, al menos la presunción de inocencia. Aunque es probable que no sea la última obra de Ignacio Padilla que espera a sus lectores en la laptop que le heredó a Jorge Volpi —su gran amigo, cómplice de El Crack, autor en paralelo de obras sobre el nazismo con En busca de Klingsor y Oscuro bosque oscuro, y ahora albacea literario—, Lo que no sabe Medea culmina una experiencia vital como escritor que buscó una respuesta para el Mal, es problema que exige respuestas no para sus perpetradores sino para sus víctimas.