“Cada biblioteca es única y, como alguien me dijo una vez, siempre se parece a su bibliotecario. Admiro a esos cientos de miles de personas que aún confían en el futuro de los libros o, mejor dicho, en su capacidad de abolir el tiempo. Que aconsejan, animan, urden actividades y crean pretextos para que la mirada de un lector despierte las palabras dormidas, a veces durante años, de un ejemplar apilado en una estantería. Saben que ese acto tan cotidiano es en el fondo la resurrección de un mundo.”
El infinito en un junco de Irene Vallejo (Debolsillo, 2022) es la prueba de que la literatura y los libros no van a morir nunca. Como bien dice el fragmento citado, siempre habrá alguien –así sean cientos de miles o uno solo entre millones- que, como arrojado al mundo real desde el mundo de la ficción, vivirá en busca de un lector potencial, incitando a la lectura. Las palabras son una interminable serie de artefactos mágicos, en permanente mutación, que permean toda nuestra realidad. Las decimos, pero también nosotros somos dichos por ellas, nos escupen y nos crean como también nosotros las escupimos y creamos, las escribimos a la vez que nos escriben, porque, al fin de cuentas, ellas son uno de los más íntimos reflejos del alma humana. El infinito en un junco es un homenaje a la palabra, así como una defensa de las instituciones que respaldan su libertad, y una especie de carta de amor a la historia de las historias. Es del tipo de libros que parece encerrar en sí el corazón de todos los libros, como sucede al leer los cuentos de Borges o La historia sin fin de Michael Ende. Desde varios enfoques, Irene Vallejo profundiza con precisión y claridad en el tema de la fragilidad del libro (las bibliotecas incendiadas son una constante en el ensayo) y la forma en la que esa misma condición constituye, paradójicamente, su inmortalidad. Después de todo, las posibles combinaciones de letras y palabras y párrafos son infinitas; la puerta del alfabeto nos conduce a ilimitadas realidades posibles, y el peso de toda esa infinidad se origina en la ligereza del junco, el material más primitivo de la literatura.
“El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves”.
Leer y/o escribir es un acto de comunión con la humanidad. Ahora, este acto ha llevado a consecuencias tan benéficas como destructivas en los rumbos de las sociedades, y este es un punto esencial que no podemos dejar a un lado al hablar sobre la historia del libro: si bien la infinidad del junco nos ha llevado (así como lo sigue y seguirá haciendo) a construir países de fantasía, continentes imaginarios y puentes de entendimiento entre las múltiples culturas del mundo, también ha sido la herramienta y la causa de muchos de los peores crímenes contra la humanidad. ¿Cuántas dictaduras no han justificado sus bestialidades con la interpretación fundamentalista de un libro? Irene Vallejo nos hace recordar: ¿no era Hitler un amante de la lectura? El líder del nazismo dejó atrás una biblioteca con cientos y cientos de libros donde reinaban las épicas heroicas e historias de mitología. ¿Es la lectura, necesariamente, una ejecutora del bien social? Por la misma naturaleza de las palabras, esta pregunta no llegará jamás a una respuesta inamovible, pero si consideramos el miedo que en general las dictaduras le tienen al libro, es decir, a la diversidad, a nuestro interior, a conocernos y reconocernos, a los personajes que nos revelan y desnudan, al derecho a imaginar, si tomamos en cuenta el pánico que le tienen a convertir la vida en sueño, solo queda deducir que el libro, al fin de cuentas, demuestra ser el arma más poderosa contra el repudio a la libertad humana. Hitler podrá haber sido el lector más voraz entre los nazis, pero fue también un lector que mandó a quemar miles y miles de libros… fue un lector que solo permitía leer lo que lo reafirmaba, y, en ese sentido, un raptor del junco y su inmanente infinidad.
En la época digital de nuestros días, cada vez son más quienes afirman que el libro ha llegado o llegará pronto a su fin. Sin embargo, Irene Vallejo arroja luz en los múltiples cuerpos donde la literatura se plasma: los grafitis de una pared, los tatuajes sobre la piel, los cortísimos textos que subimos a las redes sociales, tan cortos por ser hechos para la inmediatez pero, al fin de cuentas, hechos de palabras. La palabra sigue siendo la embajadora del mundo de las ideas en el mundo de la materia, solo que en una época de transición en la que su sede principal ha dejado de ser exclusivamente el libro. La palabra, hoy en día, lejos de pelearse con los avances tecnológicos, incursiona también en sus conquistas. Y el libro, hijo del junco, observa el fenómeno con el mismo asombro de un niño que aprende a leer.
Esta obra maestra de la autora española será una lectura disfrutable y enriquecedora para cualquier clase de lector, pues ella encierra el encanto más primitivo del goce de leer, que más allá de un goce es también un extraño instinto.
“La línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo.”