10 September 2021

“¡Fuego, fuego!”, gritaron los trabajadores de la fábrica del señor Borowiecki, después de una gran explosión que hizo cimbrar la sala Fernando de Fuentes de la Cineteca. Mientras las llamas consumían la factoría de la película, el grito de fuego también se escuchó entre los espectadores que, los más apasionados del cine, veían como un recurso más de la tecnología. Sólo un segundo bastó para que se dieran cuenta que, así como se incendiaba una fábrica en la película, también había lenguas de fuego a su alrededor. La multitud que esa tarde abarrotaba el cine, despavorida buscaba una salida. La Cineteca Nacional se incendiaba en el minuto 120 de la película La tierra de la gran promesa del polaco Andrze Wajda.

Pocos minutos después de la primera explosión vino otra y luego otra y otra y cuatro más. Ocho explosiones que derribaron la pantalla y abrieron un gran hoyo en el piso por el cual, la gente comenzó a caer, junto con las hileras de butacas. Algunos más corrían en estampida pisando a los caídos, trataban de esquivar las llamas que se propagaron como un infierno al atardecer. Faltaban diez minutos para las siete de la tarde, era miércoles de dos por uno, por lo que el cine estaba a reventar.

Pronto el fuego se propagó a la sala contigua y llegó al almacén del archivo fílmico, donde había miles de películas enlatadas que comenzaron a salir disparadas como proyectiles en la sombra. En segundos, los encortinados azul marino estaban envueltos en llamas, caían sobre la gente como sábanas de fuego. Las paredes y techo comenzaron a desplomarse. El derrumbe impidió que muchas personas pudieran salir. Los niños se aferraban a sus madres y con cada nueva explosión, el miedo también se propagó como el humo que llevaba en sus alientos, el olor de químicos para revelar.

La Cineteca Nacional fue inaugurada en enero de 1974, en la esquina de Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, donde ahora se ubica el Centro Nacional de las Artes. Se hizo con la finalidad de presentar el mejor cine nacional y extranjero, así como resguardar documentos y películas originales. Algunas versiones dicen que el incendio comenzó en el laboratorio de revelado, donde había grandes concentraciones de nitrato de plata o en las bóvedas de almacén que estaban precisamente debajo de la sala donde comenzó el siniestro.

El fuego duró más de 16 horas. Sin tener datos oficiales, murieron más de 20 personas y se perdió el 99 por ciento del archivo fílmico: 6500 películas, más de 9 mil libros y revistas de la biblioteca, 130 guiones originales, negativos fotográficos de Manuel Álvarez Bravo y dibujos de Diego Rivera. El siniestro paró la vida del sur de la ciudad por varios días y esa tarde que ardieron los sueños en technicolor, miles de mirones ocasionaron un sonoro atascón. Entre la gente que llegó a pie para ver arder el cine más importante del país, estaban el profesor del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) Luis Jorge Rojo y sus alumnos, Jonás, Rigo Tovar, alias Tovarich y Diego González, personajes de la reciente novela de Juan Villoro, La tierra de la gran promesa, en la que narra, a través de sus miradas, el fin de una época.

Villoro presenta “las entretelas de la corrupción” y la impunidad, desde los tiempos de José López Portillo, el presidente que prometió defender el peso como un perro, ante una debacle largamente anunciada, no sólo de la economía, también del cine de ficheras. 1982 fue el año de la nacionalización de la banca, meses después vendría la muerte de Luis Buñuel. Villoro recrea ese tiempo a través de los ojos de Diego González, un documentalista que, junto a sus amigos del CUEC, conocidos como “cineastas del fuego”, “reflexionan sobre la forma en que el arte influye en la realidad y cómo la realidad distorsiona el arte”.

La tierra de la gran promesa de Juan Villoro, retoma el título de la película que incendió, no sólo los sueños del celuloide, también los de un país que aún vive en blanco y negro; hace un recuento de películas que marcaron nuestro imaginario. Es una crónica de por lo menos los últimos 52 años, igual que el “siglo” azteca, de la vida del antiguo DF. Es el pulso de una generación y de un país que tuvo en el fuego nuevo una gran promesa que la política vio arder. Diego González lo documentó, así como la película de Andrze Wajda presentó un capitalismo feroz, al parecer, en México estamos condenados a repetir nuestra historia: “la pérdida de la tierra, el secuestro del agua, el asesinato. La palabra emblemática de Rulfo: el despojo". 

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