Es 2019 y mi sobrino de diez años pide que su hermanito se llame Guillermo para que le digamos Guille. Acaba de descubrir a Quino y pasa las horas metido en el ladrillón de cinco kilos que es el Toda Mafalda. Cuando digo descubrir, quizá debería puntualizar: no descubrió, se le inoculó. No recuerdo si fui yo quien le regaló ese libro o si fueron sus abuelos, mis papás, como alguna vez hicieron conmigo. Leonardo lee las tiras de 1970 y yo me pregunto qué tanto entenderá. La guerra fría terminó, las dictaduras latinoamericanas tomaron otra forma, Vietnam se ha vuelto material para películas y los chinos todavía no se organizan, creo, para dar todos juntos y al mismo tiempo una patada en el suelo. El mundo es otro, o eso dicen. Entonces, viene a mi mente aquella viñeta en la que Manolito le pregunta a Mafalda cómo pueden gustarle los Beatles si no entiende nada de lo que cantan, a lo que ella responde que a medio mundo le gustan los perros y hasta el día de hoy nadie sabe qué significa guau. A Mafalda los niños la quisimos sin lograr entenderla del todo, empujados, a lo mejor, por la conciencia gremial que ella misma estableció en una de sus tiras: confraternidad empática de la infancia. Mejor dicho: de los que fuimos adultitos desde pequeños. Mejor mejor dicho: los que creíamos ser adultitos y éramos poco más que escuincles sabiondos, excluidos de un universo al que juzgábamos sin comprenderlo y con el que, sin embargo, anhelábamos dialogar.
Al leer a Mafalda de niños —y de grandes también— puede que no pesquemos todas las referencias políticas, bélicas, económicas y culturales, pero algunas de las grandes ironías y contradicciones resultan obvias. Por ejemplo, el desfase entre el sentido común, que dicta cómo deberían ser las cosas, y el estado real del mundo tal y como es. Los adultos son un embrollo, se sabe, y si no se sabe, se intuye; para eso ayudan Mafalda y su palomilla. Padres, maestros, gobernantes, sacerdotes y policías imponen medidas que no están dispuestos a respetar. En fin, la hipocresía. La ambivalencia como detonador universal de risas.
En la tira cómica, Quino nos regala, además, el reverso de su sentido del humor: los chistes blancos, finos, aguzados, mis favoritos. El rechazo iracundo de Mafalda hacia el mundo —palabras de Umberto Eco— encuentra un contrapeso y se equilibra con el desglose casi trivial de los detalles domésticos. No podía todo ser política, guerra, masacres, invasión. También estaban la sopa, las plantas, los animales del barrio, la tele y las vacaciones. Aquellos elementos funcionarían como anclas, y cuando en el mundo ya no hubiera espacio para ironizar sobre el “palito de abollar ideologías”, nos quedarían las bromas de sifones, ajedrez y cosmonautas.
O eso pensaba yo. Y creo que también lo pensaba Quino.
Pero resultó que no fue así. El humor y los chistes continúan siendo efectivos, pero las críticas sociales también, por desgracia, pues esto implica que los problemas persisten.
Cuando Mafalda cumplió cincuenta años —la tira, no la niña, o quién sabe–, Quino declaró que el mundo había cambiado demasiado poco a lo largo de las últimas décadas y que los asuntos plasmados en sus dibujos tenían vigencia en el presente de 2014. “Seguimos haciendo las mismas tonterías de siempre”, dijo, en su timidez característica, según recogió La Jornada. Luego le preguntaron qué diría Mafalda ante el panorama global, si pudiera verlo, y él respondió que diría lo mismo que cuando salía cada semana.
“Lo mismo”, pienso. ¿Qué sería?
¿Cómo hace uno para ponerse esto —una curita— en el alma?
Lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Sunescán daluna buso.
Basta de censu.
Quino murió en 2020, antes de que las circunstancias mejoraran —lo que sea que esto signifique—. De hecho, alguna pesimista —yo—, educada por las ediciones de La Flor, diría que no han hecho mas que empeorar. Será por eso, me pregunto, que todavía en 2021 mi sobrino, yo y otros tantos miles de lectores viejos y nuevos nos seguimos riendo de los mismos chistes.
Ah, y a mi sobrino Guillermo hemos comenzado a decirle Guishe.