Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Cavafis
Termino la lectura de Diario negro de Buenos Aires, de Federico Bonasso, con el corazón alborozado: es esta la escritura de la nostalgia, de lo que el tiempo se ha llevado, de lo que ya no está. Literatura del exilio le llaman unos; escritura con alma, digo yo. Ya se sabe que la memoria es uno de los tópicos recurrentes dentro de la literatura argentina, incluso para quienes no se lo propongan de manera consciente. Y es que, de tan sólo caminar por las calles de Buenos Aires, es inevitable no dejarse cubrir por esa mezcla de deterioro y encanto que se respira en cada pizzería, en cada mozo mal encarado, en cada tango, en cada edificio con su vieja arquitectura estilo parisiense. Quien desde ahí recuerda, quien desde ahí escribe, sólo puede hacerlo a la manera del protagonista de Bonasso: un hombre que emprende su peculiar viaje a Ítaca desde un México en el que siempre será visto como extranjero (a pesar de los años que lleve viviendo ahí), hasta el puerto que en cada tropiezo le asegura que los recuerdos mienten; sí, como alguna vez lo dijera Borges.
Porque aunque este personaje no le teme a los cíclopes ni a la cólera de Poseidón, aunque sabe que seres tales jamás hallará en su camino, regresa a su país sólo para toparse con lo extraño, con lo diferente: la muerte de un amigo, no saber cómo elegir el pan para pedir un sándwich, el no saber pagar el colectivo. “Escribo esto”, dice Bonasso, “porque quisiera conservar tantas reflexiones que me desvelan hoy y que quizás en un futuro sólo sean una comedia”.
El viaje simboliza el regreso a Ítaca, el regalo de un espejo dónde mirarse entre el asombro y la añoranza. Qué lejana tristeza la de Borges, qué matemática su psicología, cuánto desamparo involuntario en los territorios que invoca, escribe Bonasso. El viaje es el reflejo de un él en tierra ignota, un alguien que habla español, pero con una mezcla de argentino y mexicano, un alguien torpe que termina siendo extremadamente tierno, como cuando una noche, para no despertar al tío que lo hospeda en su departamento por lo mucho que se levanta para ir al baño, termina por recolectar su orina en una botella y derramar el líquido por la orilla de la ventana que, obviamente, escurre hacia abajo, hacia los otros pisos del edificio; o cuando abatido ya ante lo extraño, el protagonista llega al cementerio de la Chacarita y se recuesta encima de una tumba para hablar con los muertos, para sentir con los muertos, para empezar quizás a vivir otra vez. Desde la tumba que se vuelve una cama, un abrigo, Buenos Aires es el espejo donde el protagonista se contempla con la herida abierta de los recuerdos, porque aquí cualquier cicatriz implicaría guardar silencio.
A propósito de la memoria, recuerdo tiempo atrás, en una de mis estancias en Buenos Aires, viendo el canal de caricaturas con mi hijo, cómo entre los cortes comerciales se intercalaba, a manera de cápsula, la historia de los nietos reencontrados, como un claro deseo de perpetuar la memoria, las vidas violentadas, interrumpidas, en la naciente memoria de los niños. Esa chica en especial contaba que, de niña, sin saber por qué, le gustaba trepar a las sillas con ruedas para pasear encima de ellas. Era, en este caso, un recuerdo grabado que no mentía: su padre biológico, abatido por la dictadura, usaba silla de ruedas y desde ahí llevaba a su hija a conocer el mundo.
Tal vez, sin saberlo, como en el poema de Kavafis, en cada paso que anda, Bonasso sólo pide que el camino se extienda, que sea largo, que el recuerdo no le mienta o que no le mienta del todo. Porque si la ciudad de la infancia ya no es, entonces el protagonista es como Robinson Crusoe, quien después de años de naufragio y de buscar salir de la isla desierta por todos los medios, su único deseo es volver. Pero la isla de Bonasso no se llama México, tampoco Buenos Aires. Esta otra isla es la construcción de una identidad que se basa en el desarraigo, en tener un pie aquí y otro pie quién sabe dónde.
Caí en la trampa. Estoy lejos de todo aquello que amé alguna vez (…) Y aunque estoy en el centro del pastel, en la misma geografía, en el mejor palco del auditorio… no escucho nada. No empieza la orquesta, los músicos no salen a escena. Acaso se han marchado de nuevo a casa, a su casa en el exilio, cada uno con su maletín y su instrumento
Ten siempre a Ítaca en tu mente. Llegar allí es tu destino, dice Kavafis. Entonces la calidad narrativa de Diario negro de Buenos Aires, se transforma en una fiesta que celebra la fábrica de recuerdos, aunque sea una fábrica de mentiras. Se aplaude lo largo del camino, lleno de aventuras, lleno de experiencias , y aunque el arribo se traduzca en un sentir intenso de no pertenencia, se ha enriquecido ya de cuanto se ha ganado en el camino.
Buenos Aires: discúlpame que te escriba así, que te haya tratado mal, no es más que la rabia del pibe despechado, el tipo que regresa con el mapa del tesoro en la mano, pero ya muy tarde. Te amé, puedo asegurarlo, quise volver a vos en tantos sueños (…) No importa ya; hoy sos más sombra que sonrisas.
Sí, en la escritura de Bonasso también hay humor, también gravitan otros temas, como el racismo que se evidencia en un encuentro en el subte con una pareja de bolivianos; o como aquella veta que abre la existencia a sociedad secretas, anónimas, que viven en la espera, que buscan desprenderse de lo humano, dejar de sentir. Sí, hay otros tantos temas en Diario negro de Buenos Aires, es sólo que, a mí, lo que me queda, es un regusto de palabras que remueven la tristeza.