El placer de la ausencia y la entropía de la muerte

Sebastian Kohan Esquenazi

05 December 2019

El músico y escritor Federico Bonasso acaba de publicar su primera novela con el sello Reservoir Books, la pata independiente de la editorial Penguin Random House, poniendo sobre la mesa, nuevamente, las imborrables imágenes de un hijo del exilio, de un hombre fuera de lugar.

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La ausencia

Cuando tenía nueve años mis padres solían ir a la casa de un señor argentino cuyo nombre yo desconocía, y me llevaban con ellos. Recuerdo perfectamente la casa, aunque si tuviera que dibujarla, no podría hacer ni el primer trazo. Así es la memoria, clara y decidida, hasta que se la interroga y se queda muda, se vuelve frágil y huidiza. Recuerdo, o me han dicho lo que se convirtió en recuerdo, que a esa casa fuimos varias veces. Yo sólo recuerdo una, fragmentada en varias imágenes. Una de ellas es la de un abuelo detrás de un ajedrez, un hombre de rostro borroso y cuyo nombre nunca supe. Ese abuelo era el papá del argentino dueño de la casa, que luego supe, había sido un hombre clave en la política de su país. Años después, mi madre me confirmó que ese señor, el abuelo de mi imagen, me había enseñado a jugar ajedrez, y yo, aunque no lo recuerdo, nunca lo voy a olvidar. En el piso de arriba de la casa estaba la habitación del que era, a su vez, hijo y nieto de esos señores argentinos. Yo no recuerdo haber entrado a la habitación porque tengo sólo imágenes sin movimiento, solo sé que en una de éstas yo estaba adentro, sentado en el suelo, apoyado en la pared, casi acurrucado, detrás de una batería y abajo del gran cuadro de una ballena azul. Yo era un niño infiltrado en un ensayo de lo que después sería el Juguete Rabioso. La batería la tocaba el nieto del abuelo e hijo del padre: Federico Bonasso.

Federico Bonasso, Antonio Cruz/NW Noticias.
Fuente: newsweekespanol.com

La casa estaba en la Roma, pero todo ahí era argentino. Una especie de embajada cultural independiente, lo cual para nosotros no era extraño. Viví en México los primeros doce años de mi vida y casi todo lo que me rodeaba era argentino, chileno, uruguayo. Todos éramos argen-mex y sabíamos que algún día nos tocaría volver al sur. Llamábamos “volver” a lo que mas tarde -demasiado tarde, quizás- sabríamos que era “irse”.

El sur era la tierra prometida. Era el lugar obligado de retorno. Quedarse en México, para nosotros, era quedarse a mitad del camino de un trayecto que nos había sido heredado. El exilio de nuestros padres nos convirtió a nosotros, los hijos, en nuestros padres. Nos hicimos grandes de chiquitos. Hicimos propias tierras que no eran nuestras y nos dimos cuenta de eso el día que, retornados al sur, nos hicieron notar que no éramos de ahí. A partir de ese momento, lo que era exilio se hizo desarraigo. El exilio, que tenía su arraigo en el lugar de origen, se había quedado sin origen. La soga que estaba atada al Obelisco del centro porteño, y que desde México nos empeñábamos en no soltar, se había roto al medio y el barco de nuestras almas se había quedado a la deriva. No había ancla posible. No había origen. No había a dónde volver. En Mexico éramos argentinos y en Argentina mexicanos. Eramos extranjeros en cualquier parte, desde ahí y para siempre. “Partir es morir un poco”, dicen. Nuestros padres, que nos habían convertido en ellos y nos habían heredado sus dolores, tendrían para siempre un lugar a dónde volver, aunque fuese en su obstinada imaginación, nosotros no. Nosotros seríamos siempre de allá, nunca de acá.

Federico Bonasso narra, en Diario negro de Buenos Aires, su primera novela, el viaje en el que fue a buscar su origen porteño y lo asaltó la tragedia de que no tenía más origen que su anhelo, ni más arraigo que sí mismo. Narra la desgarradora primicia de que tendría que vivir consigo mismo, sin lugar a dónde ir, el resto de los días. La vida sería siempre ahí, sin lineas de fuga. Sin imágenes idealizadas de un más alla mejor, donde escapar cuando la cosa se pusiera negra. Diario negro de Buenos Aires narra el viaje que le dio la triste noticia de que se había quedado sin la Ítaca que todo viajero necesita para poder vivir.

La muerte

La cualidad del desarraigo es que, al contrario del exilio, es una condición
irreversible. El desarraigo no se da a la ida, se da a la vuelta, cuando nos damos cuenta que no hay dónde volver. Esta condición es inherente a la falta, a la distancia, a la ausencia, y a veces, como en el caso de Bonasso, a la muerte. No podría explicar por qué Bonasso tiende tanto a lo tanático, pero no deja de ser incómodo e intrigante, como su Diario. Hay que leer la novela y atravesar las tinieblas.

Da la sensación, o quizás me la invento, de que Bonasso tiene una relación de necesidad con la muerte. Una relación entrópica, como las palomas del centro de la Ciudad de México, que tras emprender altos vuelos y alejarse de los tubos de escape, deben volver con urgencia y aterrizar en la superficie para respirar de nuevo el humo al que están acostumbradas. Una relación adrenalítica también. Como un deporte extremo, como un clavadista de Acapulco que debe acariciar cada tarde el más allá de la existencia. Es como si Bonasso entablara una relación de cariño con la muerte por haberse criado cerca de ella. Como si el exilio, las persecuciones y las desapariciones hubieran habitado su infancia, como fantasmas, por los pasillos de esa casa en la colonia Roma. Como si tuviese una relación de familiaridad tras el Recuerdo de la muerte, el libro de su padre, que al volver a Buenos Aires se hace presente y vuelve a convertir la ciudad portuaria en una ciudad oscura, espesa y criminal.

La condición del extranjero eterno, cuyo origen ha sido arrebatado y cuyo espacio de pertenencia será siempre a medias, es una tragedia porque no tiene solución. Se tome el camino que se tome, el final es el mismo. Y si consideramos que el lugar al que Bonasso nunca podrá volver es Buenos Aires, entonces, además de trágico, es dramático.

Bonasso quiere volver pero no puede. Quiere ser argentino pero tampoco puede. Quiere ese objeto del deseo que dejó de existir. La desaparición de Buenos Aires como posible objeto de deseo genera un vacío que sólo puede ser satisfecho por la ausencia. La ausencia de Buenos Aires es una droga que sólo se calma con sufrimiento. La falta, la falta, la falta. La falta llena el vacío. La ausencia se torna placer y satisface la ausencia real. El círculo vicioso de quien creció apegado a la esperanza de irse y ahora sólo puede quedarse.

El vacío

El protagonista del Diario negro de Buenos Aires tiene más o menos treinta años y decide ir en busca de su origen, a una ciudad que creía propia y se encuentra con una ciudad agresiva que lo rechaza a cada paso y en cada gesto. El desconcierto del joven desnuda varias cosas: una, que el porteño es agresivo, duro, seco, certero, agrandado y fanfarrón. Otra, que el mexicano es todo lo contrario. Abrumador choque de gestos culturales sin visos de solución.

Calle Florida, Buenos Aires, Argentina.

Normalmente, el que viene de afuera tiene la posibilidad de la perspectiva, de la distancia, del análisis objetivo del sujeto que observa. Es la virtud del forastero, de todo aquel que no comparte la cultura que visita y no la da por asumida. El porteño no se da cuenta que es prepotente, el mexicano no se percata que es condescendiente. El forastero sí. El personaje del Diario no tiene la virtud del forastero, aunque lo es, porque está enfrascado en una búsqueda personal, llena de lejanos anhelos e insistentes afanes, que no lo dejan ver. Sin embargo, Bonasso, el autor, que padece en la vida real lo que padece su personaje, sí tiene, sin decirlo, y quizás sin saberlo, la virtud del forastero. Buenos Aires es, a los ojos del Diario negro, una ciudad de mierda y debería ser leído en Buenos Aires para que los porteños, esos encantadores seres que sonríen al cielo cuando hay un relámpago, se vean con distancia y sepan que Boca-River no es el clásico universal, y que Perón no es el primer trabajador.

Bonasso padece la ilusión del Buenos Aires que imaginó y el porteño padece la ilusión de sí mismo. La falta de sí mismo de la que hablaba Julio Mafud, el argentino que nadie leyó. Los argentinos, decía, hablan claro, fuerte y decidido, agitando los brazos y exagerando cada gesto, para disimular que abajo suyo no hay nada. Gritan para no escuchar el silencio ensordecedor del vacío. Mataron a los indios, desplazaron a los gauchos y descienden, creen, de los barcos, pero no son europeos. Abajo de tanta personalidad y del exceso de amor propio, no hay nada. No hay raíz. No hay tierra firme. Por eso el tango nunca será alegre. Por eso Bonasso nunca dejará de sentir el placer de la ausencia y la entropía de la muerte. Diario negro de Buenos Aires, una pequeña joya, síntoma de lo que nos ha sido
arrebatado.