“Hacer una biografía falsa, una historia falsa, inventando una existencia semi-imaginaria fuera del drama real de mi vida es mi vida”, fue la respuesta que Philip Roth dio a su entrevistadora del Paris Review (“The Art of Fiction No. 84”), cuando ésta le preguntó ¿Qué sucedía cada vez que se convertía en Nathan Zuckerman? ¡El arte de la ausencia y la presencia! Del acto de ventriloquía de un escritor que se hace pasar por otro escritor para contar la historia secreta de América, a partir de sus dos biografías. En Pastoral americana (1997) nos reencontramos a un Nathan Zuckerman, envejecido y solo, después de un cáncer de próstata, que no desea escribir más sobre su vida sino sobre un héroe de su juventud durante los años de la guerra.
Y así, desde la distancia y desde sí mismo, Zuckerman imagina la historia de Seymour Irving Levov, un hombre intachable, atleta estrella de la comunidad judía de Newark, New Jersey; un joven rubio, apodado desde su adolescencia como el Sueco. El único judío de la escuela secundaria Weequahic que podría haber pasado por un gentil enteramente norteamericano. Sin embargo, el Sueco pertenece a la tercera generación de judíos nacidos en Estados Unidos y, como heredero de una cadena de self-made-men, se abre paso por la vida haciendo todo lo que se espera de él: rechazar una invitación a formar parte del equipo de los Giants para casarse con Miss New Jersey y tomar el mando de Newark Maid, la fábrica de guantes de piel que su padre, Lou Levov, levantó desde los cimientos.
El paraíso conformado según los lugares comunes del sueño americano, en el que habita Levov y su familia modélica, se derrumba estrepitosamente en 1968 cuando Merry, su hija de dieciséis años, pone una bomba en una tienda del pueblo, a modo de manifiesto antibelicista por la ocupación norteamericana en Vietnam. A partir de este momento el Sueco se convierte en una autoparodia, al tratar de vivir a la altura de las circunstancias. Todo porque no contaba con el rush de igualdad de los sesenta, con esa ruptura generacional que trastornó valores que él jamás se habría atrevido a cuestionar; la obediencia ciega al trabajo duro y al camino más recto, a la avenida Keer de su infancia, a una América de las oportunidades y de la buena empresa.
Para Rodrigo Fresán, Philip Roth es el más implacable cronista del ser nacional americano y judío. Pastoral americana es la primera parte de la ‘Trilogía americana’, conformada por Me casé con un comunista (1998) y La mancha humana (2000), una serie cuyo tema común es el de un país que crea y destruye a sus propios ídolos, donde no importan del todo las reglas del juego, sino los caprichos de las Moiras y el contexto político-social.
En este sentido, Pastoral americana me recuerda un poco a la alegórica escena final de A serious man (2009), una película de Ethan y Joel Coen, donde un maestro judío de clase media en Estados Unidos, en la década de los sesenta, recibe una noticia que podría significar el fin de su vida, al tiempo que un tornado se acerca a las instalaciones de la escuela, donde uno de sus hijos contempla cómo destruye todo a su paso, mientras escucha en su radio portátil los primeros versos de “Somebody to Love” de Jefferson Airplane: When the truth is found to be lies/ An’ all the joy whithin you dies…