De vuelta al Parnaso

Rodrigo Castillo

29 October 2018

Para las personas de a pie es poco común cuestionarse cómo el presente de la poesía se disuelve en observaciones post-apocalípticas. De hecho, el presente nos resulta en sí mismo post-apocalíptico, y a la poesía, el lugar que ocupa en el ancho orbe le resulta raquítico, valga la pena decirlo, poco poético. Podríamos pensar en un mundo post-poético en el que los asuntos versificados se han ido metiendo lentamente en el cajón de los archivos, y podríamos también prevenir a los investigadores del futuro que los poemas a leerse (para rescatarlos –si nos da tiempo–) serán aquellos que vendrán embotellados en lenguajes de programación radical cada vez más alejados de la idea de “alta cultura”.

En cierto modo, lo anterior no ha pasado pero está sucediendo. Creemos que estamos cerca del fin de casi todo y en el inicio de algo nuevo. Para los politiquillos latinoamericanos, los asuntos de la poesía forman parte de la categoría del ninguneo y, entre más lejos estén de ellos, mejor. Le hacen el feo porque la poesía les resulta un gargajo, les parece anti-estimulante, la miran como un juego que parte del delirio del intelectual tropicalizado, sombrero Panamá, guayabera, saco de pana, jeans, gafas de pasta; el cliché del poeta frente a la página en blanco con los ojitos en blanco a la espera de la llegada del rayo que partirá a la lengua española.

Y en cierto modo es verdad, pero en otro tono tampoco es cierto. Los poetas quieren que todos sus esfuerzos se vean reflejados en la palabra escrita y en el silencio, atienden los comentarios con cierto espasmo, si no con dolor, ante las injusticias. Bien podría decirse que los vates viven bajo signos de aire, vislumbran los errores del futuro porque en la dialéctica de la observación de la vida han podido reconocer en el pasado el horror de la historia, en tanto a los jefes, a los líderes y a los políticos que llegan al Poder, todo lo anterior les parece sí, exactamente, demasiado poético, infructuoso, chocante e inútil; valga pues, digno de poetas.

Pero en esta hermosa inutilidad, los versificadores creen poder cambiar el mundo pese a todo. Y el todo es sin duda una palabra singular dentro de su vocabulario, tan parecida a la nada. Así que los poetas gobernados por un desgobierno, claro, indigno como todos los gobiernos, organizan lecturas de poesía cívica y piensan, por sobre todas las cosas, en los valores intrínsecos de la cultura como transformadora de los malestares humanos y sociales, buscan que la vida cabalgue poéticamente en contra de la jodida cotidianidad. Los poetas desarrollistas fomentan la versificación en las aulas para que ésta no se pierda en la tediosa modernidad que las nuevas generaciones absorben; quieren que la vida poética y política del México pantanoso forme parte de su afán de trascendencia universal. Qué miedo.

A veces los poetas quieren ser Octavio Paz y Pablo Neruda, desean ante todo imitar los pasos de Rimbaud desde la heterosexualidad y la hombría. Los poetas cantan para que las herencias de la tradición bendigan a la patria y a los hijos de la tierra, protejan a las madres solteras y defiendan la diversidad sexual; recitan poemas en los patios escolares para devolverle a la humanidad un poco del espíritu amoroso y de paz mundial, le cantan a todo a lo que el Poder le hace el feo. Esa es su lucha a través de la palabra, muy digna, que cabalga sobre los límites de la frustración y la angustia. El mundo para los poetas de América Latina está muy sucio y es despiadado. Hay que corregirlo, pero ¿cómo?

Y los poetas latinoamericanos –es una obviedad que no hablamos de todos sino de casi todos– son esos personajes que la narrativa puede atraer –y sustraerles la esencia– para reírnos de ellos a su lado, con mucha inteligencia de por medio, acompañándolos, porque en aras de la verdad poética –lo que eso signifique– sus aciertos se convierten en tropiezos y sus pifias en bochornos ruborizados ante la historia. Qué más da. La cultura debe anticiparse a la jugada de los malos gobiernos para usar el arma toda poderosa: la poesía, así que en La rebelión de los poetas de Juan David Morgan vemos los guiños de lo dicho con anterioridad, y la postura, firmeza, principios y lealtad de un vate de primera, no un segundón como tantos otros, poeta clásico y versificador nato, sensible como Antonio Solana, recién nombrado director de Cultura y Bellas Artes en México, nada más y nada menos que por el nuevo presidente de la República y con mucha ayuda de Elida, primera dama y además prima del vate Solana. ¿Nos suena a algo conocido?

Para Antonio las cosas que tienen que ver con la Poesía escrita con ‘P’ mayúscula no pueden tomarse a la ligera, y en su cabeza se propone explorar una nueva manera de llevar la poesía al movimiento, quiere darle dinamismo y quitarle la momificación. Así, Solana articula una maniobra digna de un poeta, y junto con su amigo de vida y letras, Proverbio González, secretario particular del flamante nuevo director, lanzan “De vuelta al Parnaso”, una gira poética por los 33 estados del país, que pondera el rescate de los valores humanos –y poéticos– a través de la palabra y el contacto real y directo de los poetas con el pueblo: la unión de las voces poéticas con los gobernados. Poetas y pueblo juntos en una sola conciencia.

Es así que en “De vuelta al Parnaso”, aquella poesía heroica y patriótica cargada de simbolismos rurales, filosóficos y urbanos, pone de manifiesto el objetivo de Solana y Proverbio: buscan que en esta gira poética la esperanza ganada a través de los poemas frene las motivaciones neoliberales y oscuras de la vida política mexicana; los chanchullos, las malas maniobras. Solana y Proverbio tienen un único deseo en la vida, acabar de raíz con la corrupción y la impunidad, y para lograrlo se harán también partícipes de esos malestares, apostarán por aquellos que en la transformación de los valores sean receptivos a sus ideas, a sus ires y venires culturales-intelectuales, donde las motivaciones estéticas se solidifiquen en el respeto a la patria, en la participación poética más allá de la democracia, precisamente en el Parnaso.

Sin embargo, las buenas intenciones de Antonio Solana y Proverbio González no pueden ser aceptadas por el insensible aparato nacional. El orden no impuesto a la fuerza no es digno del gobierno y cuando éste aflora es porque algo en la patria se está saliendo de control al grado de pensar necesaria una emboscada para detener a la exitosa gira “De vuelta al parnaso”, esfuerzo intelectual que queda atrapado en las negras redes de los políticos y ¡oh sí! de la siempre omnipresente, omnipotente y siempre fortificada Corrupción. Por lo que la única salida es rebelarse contra el sistema para hacerse oír a través de un golpe de estado... Cultural.

En La rebelión de los poetas, Juan David Morgan es un crítico certero de su tiempo, opera el lenguaje a través de la representación de un problema latinoamericano para dar al lector una concepción sencilla de la novela, y de la que logra desmarcarse para abonar aún más a una discusión enriquecedora, no desde lo pragmático de la política, sino desde el humor negro que Morgan mantiene al privilegiar las expresiones de sus personajes. Es en ello que radica la potencia de La rebelión de los poetas: al provocar diálogos perfectamente estructurados entre los personajes, el narrador monta un escenario difícil de objetivar pero que mantiene esa única posibilidad de crear una sentencia a partir de lo subjetivo: “esto que está pasando es real”. Podríamos decir, sencillamente, que el surrealismo es más real que nunca pero aterrizado en las construcciones idiomáticas de sus personajes. Son estas expresiones las que enriquecen a la novela y, si bien ésta no es experimental, abona a la construcción de los héroes colectivos y no anónimos, lo que permite hablar de un narrador extraordinario.

Con muchísimo oficio y, sobre todo, como lector de poemas y conocedor de poetas, Juan David Morgan nos ofrece una novela satírica que supone un giro en su producción literaria. La prosa limpia y el buen ritmo narrativo le sirven al autor para denunciar, con agudas dosis de humor negro, la poca importancia que la mayoría de los países latinoamericanos otorga a la cultura, y por supuesto, a la fiera poesía y también a las observaciones post-poéticas donde de pronto, como lectores, nos sentimos flotando.

 

Sobre el colaborador: Rodrigo Castillo es lector. Ha escrito algunos poemas. Sus libros son Espacio de resistencia (UACM, 2007), Pantone 8602 (Bonobos-UANL, 2011) y Sombra roja (Vaso Roto, 2017). A pesar de todo mantiene dos editoriales, La Dulce Ciencia Ediciones y EBL/Cielo abierto. De vez en cuando edita libros para Random House, Trilce, RM, Centro de la Imagen y la UNAM. En esta última casa sesiona sobre edición, diseño y producción editorial desde el año 2013.