Viaje hacia el interior en blanco y negro

Thania Aguilar

29 October 2018

Decir que este es un libro con dibujitos —o, mejor dicho, sólo de dibujitos— puede escucharse muy plano y forzado —a pesar de que las palabras en diminutivo siempre son bastante cálidas—. Decir que este es el resultado de tres años de trabajo, de la recopilación de lo que originalmente se publicó en el blog del autor, desde el falso desapego del impersonal, con la absurda idea de la objetividad periodística, es quizás innecesario y hasta frío. Porque hay libros que necesitan describirse desde lo que son y desde lo que nos hicieron sentir.

Porque sí, Dibujos invisibles (Lumen, 2017) es uno de esos libros que te dejan arropado en una suerte de vacío feliz, quizá más nostálgico que feliz. Porque navegar en las ilustraciones de Gervasio Troche —ese argentino convertido en uruguayo que usa hojas Canson A4, pinceles finos, tinta china o acuarela siempre negra para trabajar— es también encarar una especie de introspección impuesta por la angulosidad de sus trazos y la contundencia de la monocromía.

Y si pensamos en el trabajo de todos los latinoamericanos contemporáneos de Troche a los que seguimos y disfrutamos, no se puede dejar de pensar en que el trabajo de este argentino, en específico, se acerca mucho más a una especie de experiencia poética que no suele darse con frecuencia en cartones o viñetas. Porque hojear el trabajo de Liniers, Alberto Montt, Tute o Alejandra Lunik —por mencionar a los más populares que son más o menos de la edad— es llenarse la pupila de colores, diálogos y humor, a veces aderezado con posturas políticas elocuentes, sólidas y críticas, pero siempre con humor; son dibujos que se nutren y se complementan a través de las palabras, lo que los hace tan chispeantes y llamativos.

Pero en Dibujos invisibles, y en general en el trabajo de Troche, el atractivo radica en el mutismo. Sus personajes hablan de soledad, añoranza, armonía, caos o dolor sin necesidad de imprimir grafías. Sus personajes y situaciones son una especie de película muda en donde el universo, la lluvia, el viento o el canto de los pájaros bien podrían estar amenizados por una banda de jazz. Porque las melodías inundan los trazos, salen de ellos, se te meten por los ojos y te dejan el corazón llenito. De pronto eres uno de los equilibristas durmiendo en lo más profundo del universo.

Terminas viajando hacia adentro. Porque, como dice Tute en la introducción a esta edición de Lumen, sus personajes “nos interrogan sin querer. En silencio. Y uno siente, por un momento, que está a la altura de la metáfora. Luego uno ya no está seguro, pero no importa. Así funciona a veces el placer”. Por eso, libros como este, de dibujitos mudos, son en realidad una especie de espejo que te deja, sin saber exactamente cómo, desnudo ante ti.

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