Cuando Juan Guillermo, el protagonista de El Salvaje, se siente cerca de consumar su venganza contra los asesinos de su hermano, encuentra en su camino un tocadiscos que repite una romántica canción del belga Jacques Brel: Ne me quitte pas, “No me dejes”. Curioso, es la canción que más se repite en toda la novela, pues Juan Guillermo la deja correr y correr sin cesar, pero realmente no la escucha. Y es la que más pudo haberle dicho sobre la mujer que ama. “No me dejes…” dice la canción. “Te inventaré palabras sin sentido que tú comprenderás. Te hablaré de cuando estos amantes vieron sus corazones ardiendo dos veces. Te contaré la historia de este rey muerto por no poder conocerte. No me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes.”
Juan Guillermo pudiera haber encontrado consuelo en ella si no fuera tan salvaje. En vez de cantarla dice: “Ella no podía irse. No podía, no debía y quizás, no quería. Pero desapareció… Quería decirle: te amo, te extraño, te necesito, ven por favor, regresa…” En más de una ocasión juegan a inventarse palabras en la cama. Nomás digo. Y en otra ocasión casi puede decirse que parafrasea a Ferrusquilla, el genio de Mazatlán, autor de “El tiempo que te quede libre” y tantas otras… Dice Juan Guillermo: “Duermo una siesta. Descuelgo el teléfono y bajo el interruptor de la corriente eléctrica. Que nadie me perturbe. Que mis amigos no me busquen. Que Avilés no se aparezca de improviso. Voy a matar a Humberto y en eso, solo en eso, debo concentrarme.” “Quiero que mis amigos, sin que se ofendan, me dejen solo,” dice Ferrusquilla.
El salvaje es salvaje hasta en sus gustos musicales. Desde la secundaria idolatra a Jimmy Hendrix al tiempo que describe a los Beatles como “música para fresas mamones”, sin importarle otro cinco en conducta para su boleta. “Nada en Los Beatles, absolutamente nada, ni en sus letras acarameladas, ni en su música pegajosa, ni en sus películas banales, hallé un resquicio de mi realidad. La clase de música me parecía una experiencia horripilante”, escribe Arriaga. En cambio… “Hendrix podía cantar estupideces, decir la-la-la o entonar una lista de compras del supermercado. No importaba. Eran los requintos, sus intrincadas figuras musicales las que me sedujeron de inmediato… Mozart con Nietzsche con el dolor de los esclavos africanos con olor a calle con sabiduría con naturaleza con vida con muerte con amor con potencia con fuego con aire con tormentas con Faulkner con Kant. Si Colmillo era un perro-lobo, Hendrix era un músico-lobo.”
En algún recuerdo de Juan Guillermo, su padre se lamentaba por no haber logrado que sus hijos se interesaran por la música mexicana. César Costa, Pedro Infante, María Victoria... A mí también me hubiera gustado que Juan Guillermo escuchara alguna vez a María Victoria: “En la vida como un perro pasaré, sin hablarte, sin llorar, sin un reproche. Siempre tirada a tus pies, de día y de noche.” O aquella que se llama “Venganza,” el tema de la novela, con sus acordes hendrixianos de piano disonante: “Pero en cuanto haya fuerza en mi pecho no quiero más nada que venganza, venganza, venganza al cielo clamar.” Entiendo a su padre y me hubiera gustado conocerle.
En todo el viaje hasta el Yukón, de hecho, mientras Avilés, Chelo y Juan Guillermo cruzan México y Estados Unidos, no encienden la radio ni tocan otro casete fuera del de cantos cardenches que pone el gordito porque le recuerda a su padre: “Yo ya me voy a morir a los desiertos”. Al cruzar la frontera hacia British Columbia compran una docena de casetes de música country canadiense y el resto del viaje lo pasan escuchando a Gordon Lightfoot: “Picking up the pieces of my sweet shattered dream…”, “Recogiendo los pedazos de mi dulce sueño hecho añicos”, algo que sucede a estas alturas de la novela hasta llegar, después de tanta muerte, a reencontrarse con la vida, justo en su última línea.