Dos bestias ocultas. En ocasiones, milagrosas; en otras, a modo de enfermedades. Una, la final, un aparente sida —cuando la enfermedad aún no tenía nombre— que primero hizo estragos en el último gran amor del escritor, la fotógrafa Carol Dunlop (de 34 magníficos años) y, dos años después, en 1984, en el escritor. Una enfermedad final que tomó su cuerpo de manera inexplicable, oscura, lenta, expulsándolo de sí —producto de una trasfusión de sangre contaminada que obligó al ministro del ramo en Francia a tener que presentar su dimisión—; expulsión como la de aquel primigenio y fundamental relato, “Casa tomada”, de la que, en lo inescrutable, son expulsados los dos hermanos protagonistas del relato (“un silencioso matrimonio de hermanos”, afirma el narrador) por algo que no osa decir su nombre y sin que el lector tampoco pueda precisar su naturaleza: producto de una pesadilla, habría afirmado el escritor, en la que algo desconocido lo persigue en sueños y lo obliga a despertar en una sórdida huida. En esa misma madrugada decide escribir la experiencia a modo de cuento. Con el añadido de la presencia de una hermana en el relato que no aparecía en el sueño. Lo que ha llevado a sugerir a algunos una latente relación incestuosa como elemento central de análisis:Todo el tiempo estoy siendo otras cosas, el paisaje, los cuadros, los olores, la felicidad…1
Si en toda reconstrucción onírica cualquiera de sus elementos es particularmente simbólico, bien se puede tejer una asociación entre Irene, obsesiva Penélope del estambre, y su entonces esposa, Aurora Bernárdez. Y es que la relación fundamental entre Cortázar y Bernárdez se fincaba más en un juego de asociaciones felices e insólitas que solían mantener a sus amigos en vilo. Una compañera tan hábil para “tejer” (recordemos que “texto” proviene de la palabra tejido) relaciones entre libros como lo era el propio Cortázar (se casaron en 1953). Una relación que claudicará, de momento, hacia 1967, cuando Cortázar se relaciona con Ugné Karvelis y, finalmente, con la fotógrafa Carol Dunlop. El caso es que Cortázar y Bernárdez se encontraban particularmente hartos del peronismo que los “expulsa” de Argentina; los hace emigrar hacia otros espacios donde ambos pudieran, como lo señalaba Cortázar en sus cartas de aquellos años, escuchar a Bela Bartok sin la vocinglería de las manifestaciones partidistas de finales de los cuarenta e inicios de los cincuenta; y los llevan a residir de manera permanente en París. Pero antes de esa enfermedad que lo “tomó” sin conocer su naturaleza (lo mismo que sus médicos), el escritor padeció otra desde niño y hasta el último de sus días. Una que marcó, sin duda, gran parte de sus interrogantes existenciales y su quehacer literario. Enfermedad que de niño le obligaba a permanecer en cama largas temporadas y ahí —como le sucediera a Stevenson, Orwell y tantos otros— despertó la pasión por la lectura, placer que ya nunca dejaría. Una enfermedad extraña, como todo en él, denominada, ésta sí, acromegalia. Padecimiento que consiste, principalmente, en una deficiencia por la que nunca dejó de secretar la hormona del crecimiento y que lo estacionaba, además, en una aparente adolescencia perpetua que desconcertaba, inevitablemente, a quienes lo conocieron. Un perenne “adolescente”, salvo su cada vez mayor sapiencia, producto de los libros leídos y de la experiencia mundana. Escritos, viajes, museos, rincones a la vuelta de cualquier esquina, patios secretos y todo aquello que se le atravesara a sus grandes ojos muy separados. Aliado de Cronos, que repetía, en simetría con Aurora Bernárdez, el mito de Dorian Gray, según aludiera al hecho Mario Vargas Llosa en un texto-homenaje de 1991. De Gray o de Peter Pan, según se vea, pues, aparte de la estatura, el vigor y apariencia adolescentes, pocas desventajas tuvo en ese juego de apariencias, en su condición de escritor en estancada metamorfosis de sí mismo. Por ello, no resulta ilógico asociar a esa enfermedad una de las cualidades más notorias de su obra, el juego. Esa condición infantil que olvidamos casi siempre en la edad adulta. Si nunca terminaba por operar en él la metamorfosis a la edad adulta, tampoco tuvo el problema, todo indica, de la seriedad adulta que confundimos con el aburrimiento. Un autor que escribía desde el juego y como un juego. Fue un niño-adolescente quien escribía esa delicia de obras —modelos para armar—, con una combinatoria entre frescura y sabiduría de muchos ayeres. Un joven de 54 años era el que se desplazaba entre las barricadas de jóvenes parisinos durante el 68, y con quien compartía sus sueños contestatarios de llevar la imaginación al poder, según rezaba aquella consigna grandiosa. Pero era un juego compartido, como suelen ser los juegos, con todo aquel que, con empatía, se acercaba y se dejaba embaucar con su fascinante juego de asociaciones libres y que pocos podían seguirle, como lo había hecho Aurora. Asociaciones de los libros, vistos como estampillas postales o nudos de estambre, con vivencias varias, lugares, películas o animales; las producidas por los sueños y, claro, las que surgen de otros libros. Las que producen las incansables visitaciones a cualquier obra escrita y sus posibilidades. Sobre todo, las que con Aurora —su amiga, su confidente, su esposa— creaba en su juego infinito de adivinanzas, lo que nos indicaría la clave central de su primer matrimonio; periodo en el cual se desarrolla la parte esencial de sus obras. Otro tanto señala Carlos Fuentes cuando se cumplen diez años de la desaparición física del Cronopio.3 En un texto que recrea su experiencia del primer contacto físico de ambos escritores, en la casa parisina de Cortázar, en 1960. Algunos años después de que Fuentes, como director, le publicara en la Revista Mexicana de Literatura nada menos que “El perseguidor” (que Onetti, entre otros, consideraba el mejor cuento de Cortázar), sin haberlo tratado aún, decíamos, de manera directa. Y en esa visitación de Fuentes a la casa en París de Cortázar, se encuentra de súbito con esa escalera que para subir hay que bajar, como una anciana en la India le había enseñado a Cortázar y a Aurora que había escaleras: que para subir se bajaba, paradoja que retomará en uno de sus relatos de Historias de cronopios y de famas. Fuentes (lo acompañaba Fernando Benítez), más que asombrado, se encuentra en esa visitación con un joven al que le pregunta: “Oye Pibe, ¿estará tu papa?”, y el otro, sonriendo, le contestará, “Soy yo”. Un joven que es su propio padre.Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa.
…
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio.
…
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo.2


Cortázar era su propio padre. Un Cortázar de ingenio inaudito, instalado en la edad del juego que sería su impronta literaria más notoria. El inicio de Aura, la nouvelle de Fuentes, en cierto modo, es una recreación de este formidable primer y desconcertante encuentro. La muy bella Aura, de aparentes 15 años en su primer encuentro con el historiador Felipe Montero, es, simultáneamente, la anciana Consuelo de 109 que lo ha invitado a reescribir las memorias del esposo muerto de la anciana, en su casa en el Centro Histórico de la Ciudad de México.El muchacho que salió a recibirme era seguramente el hijo de aquel sombrío colaborador de Sur: un joven desmelenado, pecoso, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta en el cuello; un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y separados y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a lanzarle una maldición cervantina a todo el que se atreviese a violar la pureza de su mirada.
—Pibe, quiero ver a tu papá.
—Soy yo.

No obstante, hacia 1967, a Vargas Llosa le toca presenciar una transformación que nunca había visto, la de Cortázar. Una de tal magnitud que le hace recordar aquella del personaje del cuento del escritor argentino, “Axolotl”. El joven lampiño, alto y delgado, que conociera 9 años antes, ya no conservaba esa apariencia adolescente que lo caracterizó. Se “había dejado crecer el cabello y tenía unas barbas rojizas e imponentes, de profeta bíblico”. Para entonces estaba separado de Aurora, situación que para Vargas Llosa era impensable, pues desde su perspectiva formaban “la pareja perfecta”. Y es que Cortázar, en sus maneras y su modo de saber y pensar era, decíamos, siempre alguien distinto a Cortázar: el mar, sus olas, rincones extraviados, túneles, casas abandonadas, ruinas, la mujer a quien no necesita citar para encontrarla, un boxeador que parece transfigurarse en medio de la batalla, los libros leídos. Siempre otra cosa. “Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las sillas, si puedo usar esa imagen.”10 El México al que siempre quiso ir y nunca encontró más que en sus ruinas y su espléndida naturaleza. El México revolucionario que después buscó, quizá, en Cuba y Nicaragua. Un México que también estaba en otra parte. El viaje siempre pospuesto. Escribe hacia 1940:Aquella noche de 1958 me sentaron junto a un muchacho muy alto y delgado, de cabellos cortísimos, lampiño, de grandes manos que movía al hablar. Había publicado ya un librito de cuentos y estaba por publicar una segunda recopilación, en una pequeña colección que dirigía Juan José Arreola, en México. Yo estaba por publicar, también, un libro de relatos y cambiamos experiencias y proyectos, como dos jovencitos que hacen su vela de armas literarias. Sólo al despedirnos me enteré —pasmado— que era el autor de Bestiario y de tantos textos leídos en la revista de Borges y Victoria Ocampo, Sur, y el admirable traductor de las obras completas de Poe que yo había leído en dos voluminosos tomos publicados por la Universidad de Puerto Rico. Parecía mi contemporáneo y, en realidad, era veintidós años mayor que yo.
Los enigmas que en su ser infantil y juvenil había gestado su acromegalia, lo acercaban con insistencia a su utopía llamada México. Como en su personaje femenino de “Lejana”, donde los sueños insisten en llevarla a un país del este de Europa para encontrarse con un personaje idéntico a ella, pero que vive en condiciones miserables. Viaja, se encuentra con su doble y, como en “Axolotl” y “La noche boca arriba” (sus dos cuentos “mexicanos”), se desprende de sí y se ve a sí mismo alejarse hacia el otro lado del puente sin remedio. Una hipálage (intercambio) como método de escritura. Soñaba, quizá, encontrarse con su otro yo en México, cómo saberlo si no es a través de su literatura. Y es que contemplaba a la cultura mexicana como una civilización en tránsito hacia otra cosa, cuyos habitantes “lampiños” no acababan, como él, de llegar a la edad adulta de la frondosa barba, por una parte, y se quedaban en un permanente entre. Entre el antiguo México precolombino y el fundado después de la Conquista, sin que pertenecieran a ninguno de los dos, finalmente. Así se veía, un Cortázar en perpetuo tránsito o metamorfosis hacia Cortázar; salto siempre pospuesto, como su visita a México. Ya instalado en Europa, a principios de los cincuenta, planea un viaje por Italia y compra una motoneta usada en la que se accidenta, para evitar atropellar a una anciana. Sufre un ligero desmayo, se fractura la pierna. El asunto lo lleva esta vez a crear “La noche boca arriba”. Su personaje sufre un accidente similar. Por precaución, ingresa su personaje a un sanatorio en donde sueña, a ratos, lo mismo: un paraje de olores profundos donde es perseguido por individuos extraños. Es la guerra florida de los aztecas y su personaje una de sus víctimas. Despierta, sueña, despierta, sueña… hasta que el sueño es lo verdadero y el resto, ilusorio (lo encaminan, boca arriba, hacia la piedra de los sacrificios). Mientras que al sujeto de la moto lo llevan al quirófano, su otro yo está a punto de ser sacrificado ante el altar de los dioses aztecas. De modo que “ahí está el detalle” (como hará decir a uno de sus personajes de Fantomas contra los vampiros multinacionales), la fenomenología del axolotl que es la fenomenología de la metamorfosis que es la fenomenología de Cortázar. ¿Por qué, entonces, se decidió por París en lugar de viajar a México? Posiblemente, Aurora tuvo mucho que ver con esa decisión. En Europa podrían ambos trabajar como traductores, como finalmente sucedió (trabajaron para la Unesco, junto con Vargas Llosa), y podrían encontrarse con la “inteligencia” latinoamericana que conspiraba en el París mítico que suelen fundar los latinoamericanos. Y en ese París tendría su definitiva metamorfosis en sí mismo. ¿El empleo de una medicina milagrosa que lo aleja del mal de su infancia? Saldría, finalmente, de la prisión del espejo o la pecera, regresaría del puente o saltaría de la camilla encaminada al quirófano y se libraría de la piedra de los sacrificios.Me gustaría poder apreciar por mí mismo si todo lo que me han contado de México es cierto: desde las pirámides aztecas hasta la poesía popular. Probablemente me iré el año próximo (a menos que ocurra un milagro que me habilite para marcharme mañana o pasado).11
