“Limpia, fixa y da esplendor”. El lema es de la Real Academia Española, pero mejor sería dárselo a la obra de Jorge Luis Borges, capaz de afinar el pulso en el lenguaje, de purificar la sintaxis en un orden orgánico sin dotarlo de coloquialismos, de convertir al supuesto lector experto en un aprendiz nuevamente fascinado por el milagro de la letra escrita.
Ésa es la sensación que deja este Borges esencial, destilado por las RAE’s (desde la de Madrid hasta la de Filipinas y Guinea Ecuatorial), y especialmente por la sucursal argentina, cuyo presidente, José Luis Moure, se encargó de preparar un volumen conmemorativo de los 30 años que llevamos sin Borges, autor y “autodidacta”, como se encarga de informarnos en la (auto) biografía apócrifa que abre el volumen con sus textos. Ese autorretrato, que el propio Borges colocó al final de sus Obras completas como irónica entrada a una supuesta Enciclopedia sudamericana que se publicará en Chile alrededor del año 2074. Nada mejor que la introducción la dé el propio escritor, en este caso, uno plenamente consciente de cómo el tiempo, imagen móvil de la eternidad, obra sobre la literatura.
Hay muchas antologías de Jorge Luis Borges, pues sus textos se pueden reproducir sin problemas en unas cuantas páginas sin tener que cortarlos, con demérito, claro, de la limpidez y elegancia de sus libros como unidades ligeras, prácticamente libros de poeta. La diferencia aquí es que quien tenga en su biblioteca personal los libros de Borges por separado (como seguramente pasará con muchos fanáticos que no podrán resistirse a este volumen), no sentirá esa extraña sensación monstruosa de objeto pequeño pero de inmenso peso que suele acompañar a otras recopilaciones del escritor argentino.
Pero, además de la suntuosa apariencia exterior, propia de esta colección-fetiche que cada tanto ofrece la RAE con los más grandes escritores de nuestra lengua, ¿qué caracteriza a este Borges que se nos plantea, de entrada, esencial?
Puede que sólo haya en este bloque rojo de lomo olivo dos de los muchos libros de relatos que le dieron fama a Borges como uno de los más grandes cuentistas de todos los tiempos (Ficciones y El Aleph); puede que el único libro de ensayos íntegro del volumen sea Otras inquisiciones, mientras que sólo aparecen selecciones de los demás —Discusión, Historia de la eternidad, Cuatro ensayos dantescos o Siete noches—; y puede que los poemas aquí recogidos sean apenas una parte mínima de un organismo que se adivina mucho mayor. Es tan esencial este volumen que se ha omitido por completo la dimensión colaborativa de quien compartió más de un pseudónimo con Adolfo Bioy Casares, y firmó una decena de libros a más de dos manos casi siempre junto a mujeres como Delia Ingenieros, Silvina Ocampo, Margarita Guerrero, Alicia Jurado y con su esposa, María Kodama. Pero tal como me gusta decir, Borges es mucho Borges, en donde sea y en las cantidades que sea.
En Borges esencial, uno se da cuenta de lo extenso de su obra, no en el sentido cuantitativo, pues el espacio que ocupan los textos borgesianos es de apenas medio millar de páginas. Pero sí en el sentido de la calidad y la densidad en la escritura. Borges era sobre todo un poeta, la clase de hombre que valora cada palabra y la siente como una imagen estética en sí misma: no es que las palabras valgan oro, sino que cada palabra es un poema. Incluso cuando vuelve sobre sus temas favoritos —el universo, el tiempo, la eternidad, la poesía, y sus símbolos: la biblioteca, el río de Heráclito, el laberinto, la luna—, Borges se parecía tanto al zorro que sabe muchas cosas como al erizo con su única y gran verdad.
Por eso, para dar un ejemplo, la hechura y concisión de un ensayo hipertextual como “La esfera de Pascal” —con sus decenas de autores y referencias eruditas — jamás se parece a un escrito planteado por un acumulador de nombres y referencias: el propio ritmo y desarrollo, tanto de los cuentos como de los ensayos, obedece a una lógica poética, de esteticismo sin afectación estilística. Que ese espíritu haya enriquecido sus cuentos, ensayos y poemas por igual, desde los primeros textos ultraístas hasta los últimos poemas rimados (quizá el último poeta importante que usó formas tradicionales sin sentirse culpable frente al verso libre o la prosa), es sin duda la mayor demostración del genio de Borges.
Incluso el Borges primerizo de las Inquisiciones o de los poemas experimentales de Fervor de Buenos Aires o Luna de San Martín, todavía lastrado por una sintaxis de hormigón y un gusto culpable por usar vocablos exóticos, comparte el encanto sonoro del Borges “en plenitud” de los cuentos virtuosos de “La Biblioteca de Babel”, “El Aleph”, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Funes el memorioso” o “El Sur”, o los ensayos clásicos como “Kafka y sus precursores” o “El idioma analítico de John Wilkins”. Esa tónica borgesiana se iría destilando todavía más en los años de madurez, donde el escritor ya ciego y dueño únicamente de su oído se dedica a dar conferencias y a escribir cada vez con mayor limpidez, hasta arribar finalmente (más que regresar) a la poesía.
Ése es el trayecto que traza este volumen por la selva borgiástica —el adjetivo es de Noé Jitrik, presente en los textos introductorios—, que viene acompañado de análisis sobre las peculiaridades en el vocabulario de Borges, la “argentinidad” de sus escritos, el contexto político e ideológico, un glosario que ilumina los localismos y las palabras más oscuras de su rico vocabulario, su elección de la brevedad como forma y estética, o hasta un vistazo a sus manuscritos, proporcionados por un anticuario de Buenos Aires.
Esta edición no es un tour de force ni un intento de hacer un Libro de arena (curiosamente, uno de los libros sin representación aquí) con páginas del propio Borges. Pero sí un sumario donde podemos tener en primer plano obsesiones como el culto por Swedenborg, lectura de la Divina Comedia, el relato fantástico, los libros como personajes por derecho propio, el odio y el amor por el Quijote, las sagas escandinavas y las doctrinas del eterno retorno desde los budistas hasta Schopenhauer. Y en el empíreo, la poesía que como el mar de Paul Valéry, siempre está empezando.
Finalmente, Borges esencial otorga el don más grande del que se puede jactar un lector: enorgullecernos del libro que hemos leído.