Lo primero que aprendí con los libros de William Faulkner fue que escribir es cómo escribir. Quedé deslumbrado por la riqueza y complejidad de su prosa, la fascinante fragmentación del tiempo y la voz narrativa, la astucia de sus técnicas y los constantes cambios de punto de vista.
Ese torrente de expresión que bullía a borbotones me dejó perplejo y admirado en las primeras lecturas. Pero con el paso del tiempo, descubrí que su grandeza tenía raíces más profundas. Era su voz, la personalidad que proyectaba en la escritura, y no el aparatoso artificio de su técnica narrativa, lo que lo hacía verdaderamente grande.
Ahí había una lección para el escritor en ciernes: la voz propia era más decisiva que el aparato técnico, aun siendo éste imprescindible. Faulkner era grande en el fondo porque tenía una voz honesta y original, una visión perturbadora y única de la vida escrita desde una posición de fuerza. La técnica era a fin de cuentas el medio necesario para transmitir su estilo, la voz propia, dependiendo de la naturaleza del tema, pero nunca un fin en sí mismo.
En Faulkner, hay una visión macabra y siniestra de la vida, gravita la historia dura y terrible del sur como una parábola del mundo, pero también hay espacio para el amor, la compasión, la ternura, la belleza. Faulkner se acercó como pocos a las pasiones primarias del ser humano. Lena Grove, Eula y Caddy en su inocencia, la piedad de Quentin y la brutalidad de Jason Compson y Thomas Sutpen.
Contra lo que comúnmente se cree, la técnica experimental es un vehículo en Faulkner, no una seña de identidad. Está el terso clasicismo de Banderas sobre el polvo, donde Faulkner despliega una narración impoluta de forma implacable, el vanguardismo joyciano de sus más famosas novelas, El ruido y la furia y Mientras agonizo, la mezcla de técnicas de Luz de agosto, la experimentación más densa y oscura en ¡Absalón, Absalón!, la suave prosa de Los invictos, el contrapunto narrativo en Las palmeras salvajes y La mansión.
En realidad, las 19 novelas de Faulkner son una sola. Sus libros, incluso los más acabados, tienen un carácter fragmentario. Muchas de sus novelas son cuentos amalgamados o colecciones de cuentos independientes con personajes comunes y un endeble hilo interno, como Desciende, Moisés —para mí una de sus obras maestras—. Su literatura es un torrente continuo, donde cada libro, sin perder su independencia, complementa a los demás. La experiencia de la obra de Faulkner se transforma y enriquece con cada nueva novela que uno lee, en un círculo infinito.
Los verdaderos escritores no buscan temas que embellecer a través de la técnica, si no que los temas lo buscan a él, y él sólo se encarga de darle la única forma conveniente posible. William Faulkner fue en esto un maestro insuperable.