Se requiere de una capacidad mental poderosa, pero también de mucha frescura, para imaginar y escribir un mundo nuevo. Sí: una historia que nos saque de la rutina global (naces, trabajas, mueres) a la que estamos acostumbrados desde siempre. Algunas de esas mentes poderosas han trazado fascinantes utopías, orbes verosímiles, sociedades cuyo orden ha sido radicalmente subvertido. Hoy está de moda el término “distopía”, o sea una utopía al revés, y podemos pensar en
George Orwell o en
Aldous Huxley como un par de forjadores de inolvidables distopías (
1984 y
Un mundo feliz). Agreguemos otro nombre, uno estrictamente contemporáneo y con una historia flamante: Ray Loriga y su premiado libro
Rendición.
Lo que más me impresiona de la historia de Loriga es que nos ofrece un mundo nuevo (digamos que postapocalíptico) con sólo un puñado de recursos: un poco de información y tres personajes. Veamos. Se trata de un país (sin nunca decir cuál) que ha vivido y vive una guerra brutal (sin detallar cómo comenzó o quiénes la pelean) y cuya sociedad ha cambiado todas sus costumbres, siendo ahora vigiladísima y controlada por un gobierno abstracto (sin especificar) que en algún momento decide evacuarlos a todos, ordenarles quemar sus hogares (la imagen es poderosísima) y dirigirse en una larga marcha (otro símbolo de esos grandes proyectos sociales que se parecen más a un genocidio que a otra cosa) a la prometida Ciudad de Cristal que, como su nombre lo indica rabiosamente, promete una absoluta transparencia a sus habitantes.
Y ya: con esa premisa, Loriga pone a sus personajes (una pareja y un niño que llegó de repente) y a la historia en marcha para ya no detenerse. Más allá de la gigantesca y nítida metáfora que propone, estamos ante una historia de acción constante que impregna a la escritura de una asombrosa agilidad: se lee de dos tirones. Otra virtud: la voz del libro es la voz de su protagonista, un hombre de campo, sencillo y dicharachero en cuyo mundo mental (un cosmos de gran rusticidad) vamos a entrar durante doscientas páginas. No hay diálogo, no hay otras voces, no hay contrapuntos, estamos en el territorio unidimensional de un campesino, y esa parcela basta y sobra para hacernos sufrir, reír, enojar y esperar más y más.
Nada agregaré aquí de la llegada a esa sospechosa utopía que es la Ciudad de Cristal y la vida ahí, pues los lectores tienen que descubrirlo por sí mismos. Sólo diré que en la segunda mitad del libro la imaginación de Loriga estalla y apuesta por un sistema de vida intolerable por su transparencia, y que en las últimas páginas nos va orillando a uno de esos finales trepidantes e insospechados que sabemos nos van a transformar para siempre. Amamos y odiamos a la mente que fraguó esa historia para nosotros, y salimos chorreando ideas de su lectura, con ganas de compartirla para que, de ser posible, hagamos todo como sociedad para evitar que se convierta en realidad.