Sobre Los enamoramientos (a la Marías)

Redacción Langosta

08 April 2014
javiermarias Los enamoramientos / DEBOLS!LLO, 2013 De unos años a la fecha estoy convencido que enamorarse, de cierto modo, es firmar una sentencia de muerte. Lo primero, casi sin excepción, lleva a lo segundo. Y no es porque envejezcamos, o perdamos realmente la vida, sino porque algo en nosotros muere, algo cambia para bien o para mal. El que era antes de enamorarme ya no es más, y quien seré después de la ilusión no será la misma persona que soy ahora que lo estoy. Es un ciclo de ilusiones infladas y luego despanzurradas en el que se nos va algo de la vida en un intermitente ir y venir. Pero también tiene algo que ver con ponernos a la merced del otro, de rendirse al contentillo de quién es objeto de nuestro amor, sea para darle gusto o para aumentar nuestras posibilidades de que ese enamoramiento se convierta en amor, en algo más y trascienda la simple idea, la posibilidad, y es entonces cuando a nuestro verdugo le entregamos el hacha con que ha de decapitarnos si así lo desea, aunque aspiramos a la magnanimidad, a que el otro nos diga ‘no, te he de perdonar la vida’, aunque de todos modos caiga el hacha sobre nuestros desnudos cuellos. Y esta ejecución muchas veces es voluntaria, cuando no se nos desea por completo, cuando dejamos de ser deseables para el otro, cuando ya no entramos en sus planes o cuando simplemente el hastío obtuvo ventaja y nos dio muerte. Mas no siempre es así, a veces el golpe de hierro que cae sobre nosotros es algo que nos sorprende, que nos rompe la ilusión y la imagen que tenemos del otro se distorsiona, se mancilla, se arruina para siempre sin remedio alguno, sin poder detener la mancha que se extiende y todo lo obscurece, o quizá lo haga más diáfano y veamos aquello que jamás quisimos ver, que podíamos vivir sin saberlo pero que ya no se puede olvidar. Entonces morimos un poco, con la ilusión que se va, que se esfuma para siempre con el ideal que habíamos esculpido del otro, de aquél que era idolatrado y ahora ya no podemos volver a ver sin asco o miedo o piadosamente, con condescendencia. Morimos y dejamos de ser los enamorados, de ser ese conjunto de candidez para convertirnos en jueces implacables. Y es justamente esto lo que experimenta la María de Marías en Los enamoramientos, con disertaciones como esta que la agobian e inundan cuando descubre que el hombre de quién está enamorada no es lo que parece, sino algo con lo que ella tal vez no pueda vivir y muera un poco con su ilusión rota, debatiendo entre la naturaleza de los muertos y la condición de enamorado. Algo que, más de uno, ha vivido.

 Andrés Borchácalas