Apología de la esperanza

Jesús Quintero

15 May 2017
En el ocaso de la Gran Guerra, y debido a un ascenso en el ejército, un muchacho con camisa castrense color caqui, más impecable de lo regular, llegó a la estación de trenes de Montgomery, Alabama. El hambre de celebridad fulguraba en sus ojos. El azar de fiestas y reuniones en clubes de campo quiso que se cruzara con una mujer, rubísima hasta la sangre, hija de familia rica, y con el gusto común a la literatura. Bastó una conversación con aquella joven para sellar su destino. Juntos o separados, él la buscaría entre sus letras, en Hermosos y malditos (1922), en Suave es la noche (1934) y quizá de manera más memorable en El gran Gatsby (1925).  Es posible rastrear la relación que sostuvieron Scott y Zelda Fitzgerald, plena de cariño y violencia, amor y avaricia, en la obra de ambos. Ángel o demonio, Zelda fue el tema esencial de la tinta de Scott. La Nueva York de 1922 era muy diferente a la de hoy; su polvo era palpable y aun simbólico. Testigo y actor de la trama de El gran Gatsby, Nick Carraway es el narrador de la novela. A su llegada a West Egg, en Long Island, dice Carraway: “En consecuencia, suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles […] No juzgar es motivo de esperanza infinita”. Desde la primera página, Fitzgerald propone la actitud de su narrador; no promete imparcialidad, sino un cristal de fe. Con esta mirada, Carraway dará un paso hacia la mansión de su prima Daisy y su esposo Tom Buchanan en East Egg. La de Daisy
era una de esas voces que el oído sigue en sus descensos y subidas, como si cada frase fuera una sucesión de notas que jamás volverán a sonar juntas. Tenía una cara triste y deliciosa, con detalles luminosos ―los ojos luminosos y la luz apasionada de la boca― y había en su voz una emoción que los hombres que la habían querido no podían olvidar: una vehemencia cantarina, un “óyeme” susurrado, la promesa de que acababa de vivir momentos felices y vibrantes y que momentos felices y vibrantes esperaban en la próxima hora.
Daisy (acaso la reacreación más fascinante de Zelda) es una mujer capaz de dar la sensación de existencia con un susurro o una caricia; en redor suyo, una luz que ilumina los objetos. La conciencia de su propio encanto cifra la amenaza de su personalidad. Por un rumor de Miss Baker, amiga de Daisy, nos enteramos de un misterioso personaje que da fiestas mitológicas en una mansión que tiene un halo de eternidad. Pocos lo han visto y las historias de su pasado se confunden con las fantasías de la gente. Con el avance de la novela, Nick conoce al protagonista Jay Gatsby, hombre bien parecido, glamuroso, un Oxford man  que despide una hondura en su pasado y en sus anhelos. El caserón de Daisy, como por accidente, emitía una luz verde que llegaba hasta el de Gatsby. La alquimia del símbolo hizo de la luz un ideal de Daisy; y sin cansarse, Gatsby la acariciaba como al mejor de los futuros. En El castillo, Franz Kafka expuso una trama laberíntica e infinita. La resignación cae en su personaje K. como una enfermedad de cansancio por nunca alcanzar al administrador Klamm. Kafka y Fitzgerald escribieron sus obras en los mismos años; no se leyeron, pero bosquejaron tramas afines sobre la ilusión del avance, lo inalcanzable. Daisy y Gatsby son imposibles para Carraway: son aire trágico, incluso ininteligible. El amor que Gatsby tiene por Daisy data de una juventud lejana y el protagonista vive con la esperanza de retornar a ese pasado resplandeciente. ¿Acaso alguna vez Daisy tomó en serio la propuesta de Gatsby?  Jay trata de persuadir a Daisy, señalando las constantes infidelidades de su marido con una mujer quien carga el nombre de Myrtle. El cuadrado amoroso es el epicentro de la trama. “Denme un héroe y escribiré una tragedia”, dijo Fitzgerald alguna vez. La fe y la esperanza son signos de Gatsby, pero su empresa es imposible: detener el río del tiempo, tomar la mano de Daisy y escapar con ella del mundo, de la rancia realidad. La fe, la malsana y alentadora fe.
―Te llamaré a eso del mediodía. Bajamos despacio los escalones. ―Supongo que Daisy también llamará.―Me miró con ansiedad, como con la esperanza de que yo se lo confirmara. ―Supongo que sí. ―Adiós. Nos dimos la mano y eché a andar. Antes de llegar a la verja, me acordé de algo y me volví. ―Son mala gente ―le grité a través del césped―. Tú vales más que todos ellos juntos. Siempre me he alegrado de habérselo dicho.
¿Sonó el teléfono? ¿Daisy llamó? La expectativa nos corroe como lectores. Por el dinero, el glamur y sus deseos, Nick Carraway siempre miró con celos y admiración a Gatsby; nosotros, los lectores de la novela, nos apropiamos de esa actitud. En la historia no hay traición; más bien, el dibujo de la fragilidad de una fe desmesurada. Los años veinte encarnaron la felicidad conmovedora que precede al desastre. La civilización occidental vio cómo los monstruos que habían nacido de su vientre se levantaron: guerra, depresión económica, muerte. Fitzgerald fue un hombre de su tiempo: enfrentó, a la buena y a la mala, el alcoholismo; la psicosis de Zelda; la humillante pobreza que lo persiguió siempre. Pero se aferró al mundo y en su novela trazó una figura para nunca olvidarla: se dio cuenta de la gran falta de un Gatsby: la tenaz esperanza en el ser humano.

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