¿Qué significa exactamente ser chéjoviano? Es un adjetivo que se dice con facilidad pero que es difícil de explicar, al igual que quijotesco o, peor aún, kafkiano. Chéjoviano, para aproximar una respuesta, referiría a una de las dos grandes vertientes del cuento moderno, esa que tiene por bien los finales elusivos, sin un cierre explícito y que se contrapondría a la esfericidad del cuento de Poe, el de Maupassant o al de Borges. La idea no queda del todo clara, sin embargo.
La duda surge porque Alice Munro se ha ganado en muchas ocasiones la fama de ser la “Chéjov” de Canadá. Pero sus escenarios rurales y suburbanos del Ontario sureño no son muy diferentes a los del otro linaje que comparte con algunos norteamericanos: el laconismo de Raymond Carver, la delicadeza violenta de Flannery O’Connor o la introspección de Carson McCullers tienen en la obra de la canadiense una cámara de resonancia inmejorable. Pero en la forma de sus relatos, su manera de terminar los cuentos, hay un algo que remite siempre al cuentista ruso, o a lo que se cree que representa Chéjov, porque las cosas parecen resolverse aunque se queden a la mitad.
Para muestra, dos cuentos munrianos, “Ficción” y “Pozos profundos”, provenientes del volumen Demasiada felicidad.
En el primero se encuentra Joyce, una profesora de música que se separa de su pareja, un hombre que se enamora de su compañera de trabajo. Lustros después, y tras un duelo terrible por causa de la separación Joyce reconstruye su vida. Hasta que un día se encuentra de repente a sí misma en el libro de la cuentista Christie O’Dell. Resulta que uno de los relatos de la joven, “Kindertotenlieder” o “Las canciones de la muerte de los niños” (una referencia a un ciclo de canciones de Gustav Mahler), relata desde el punto de vista de una niña, la separación de Joyce y su pareja. Así se lee en una parte del cuento dentro del cuento: “El amor. Casi parecía que tuviera que producirse un ahorro aleatorio y, por supuesto, injusto en los gastos emocionales del mundo, como si la gran felicidad de una persona —aunque fuera pasajera y endeble— pudiera derivar de la gran felicidad de otra”. Resulta que esa niña era la hija de la mujer por la que Joyce tuvo que dejar su casa.
En “Pozos profundos” se narra un conflicto más sutil, protagonizado por Sally y su hijo, Kent. En una expedición montañesa Kent cae dentro de un agujero y se rompe la pierna, circunstancia que lo dejará rengo el resto de su vida. Sally cuida al niño herido mientras revisan atlas en busca de islas lejanas. Pero el accidente no cambia la relación con el hijo que es ambivalente, entre el amor y la premonición de que hay algo legítimamente malvado en el niño, quien incluso se excita al verla amamantar a su hermana menor. Muchos años más tarde se encontrarán en circunstancias en apariencia diferentes, pero similares en la tensión de quienes están unidos por sangre pero tienen poco que decirse el uno al otro. Kent es ahora un monje o un sin techo de Toronto. Ha elegido una vida dentro de cierta comunidad de hippies y vagabundos necesitados de dinero, mismo que planea sacar de su herencia familiar.
No cuento el desenlace de los cuentos, a pesar de lo mucho que se dice en las sinopsis de los mismos. Es difícil no parafrasear los argumentos sin meterse en pormenores por su densidad, la manera en que cada parte es relevante para el conjunto, el constructo casi de novela por la profusión de detalles e introspecciones psicológicas. Y, sin embargo, siguen siendo cuentos que revelan algo, no sobre una trama sino sobre la experiencia humana.
En este caso, uno de los temas que rondan por las ficciones de Demasiada felicidad: la maternidad, que aquí es en gran medida la relación entre los niños y los adultos. Si hubiera que encontrar una clave a todo esto, y en especial a la ficción munriana, serían las pistas que se dejan a través de los cuentos, a veces como una cita incidental, como es el caso de “Pozos profundos”, en la que una pregunta de Jesucristo a su madre en el Evangelio de Juan (2:4) define el tono: “Mujer, ¿qué tengo yo qué ver contigo?”