Aún sigue siendo válida la pregunta que a veces he escuchado en boca de escritores de mi generación: ¿existe Centroamérica más allá de su realidad geográfica? ¿De qué literatura o literaturas hablamos cuando mencionamos Centroamérica?
Hay una verdad en esta pequeña y gran provocación. A pesar de los vasos comunicantes y de la historia pasada de una nación, cinco países —a los que se suman Panamá y Belice en el siglo XX—, las diferencias actuales parecen ser mucho mayores que las coincidencias. Y es en esta diversidad, y no en la unidad perdida, donde reside la exuberancia humana, cultural y literaria de Centroamérica.
Por un lado, el Istmo es una tensa hamaca de contrastes y contradicciones, “de volcanes y balcanes”, como la definió Sergio Ramírez al realizar el primer estudio general sobre su narrativa, en 1971, de efervescencia social y estética. Rubén Darío, al igual que Asturias y Monterroso, por mencionar a los clásicos, surgieron en una geografía que en el siglo XXI sigue careciendo de un espacio cultural común.
La memoria fue el mayor patrimonio del cual Centroamérica fue despojada durante el largo invierno de las dictaduras. La desaparición de rasgos de identidad entre etnias, comunidades, naciones, círculos intelectuales, tendencias estéticas y movimientos sociales provocó una alienación hacia nuestra propia cultura: de la tierra arrasada a la memoria borrada.
Durante su historia, Centroamérica resintió la falta de una industria cultural autóctona y sus obras literarias esenciales, desde la Rusticatio Mexicana (1767) del jesuita Rafael Landívar hasta la novelística moderna, se publicaron fuera del Istmo, incorporándose a un sistema de recepción internacional. Esto impidió el establecimiento de un canon regional posterior al periodo del boom y a la mundialización de la gran novela latinoamericana.
En la actualidad, todo esto contrasta con la creciente notoriedad de su narrativa en el mundo. La ficción centroamericana reciente, representada por autores como Sergio Ramírez, Rodrigo Rey Rosa, Horacio Castellanos Moya y Eduardo Halfon, entre otros, se aparta de la temática agraria y de los estereotipos al uso durante la guerra civil y la posguerra, e indaga en la condición humana, la búsqueda de las identidades individuales y la llaga íntima bajo la metralla del desencanto, la violencia extrema y los tiempos hipermodernos.
“Centroamérica es la única región, en Latinoamérica, que reclama una identidad propia”, repite Ramírez a quien quiera escucharlo. Este anhelo de formar parte de una comunidad largamente imaginada quizá por primera vez no está reñido con una explosión de voces, estilos, géneros híbridos, mundos imaginarios y formas disímiles y hasta contradictorias de entender la escritura y la recepción literarias, que pugnan por subvertir los límites entre el centro y la periferia de una geopolítica literaria sofocante.
En los últimos 25 años, la cultura centroamericana se ha visto transformada por factores como el agotamiento de la literatura social y del testimonio político, la creciente hegemonía de la novela –en detrimento de la poesía y el cuento- y la debilidad de las industrias creativas locales, si bien persiste la dialéctica entre la historia colectiva y la vicisitud individual, la urgencia por contar la realidad y el intimismo psicológico.
La obra de autores contemporáneos como los salvadoreños Miguel Huezo, Jacinta Escudos, Mauricio Orellana y Claudia Hernández, los costarricenses Anacristina Rossi, Óscar Núñez, Rodrigo Soto, Uriel Quesada y Daniel Quirós, los guatemaltecos David Unger, Carol Zardetto y Méndez Vides, los nicaragüenses Ulises Juárez Polanco y José Adiak Montoya y los panameños Consuelo Tomás y Carlos Wynter, entre muchos otros, exponen la modernidad tardía en toda su crudeza. La narrativa regional, a menudo reducida por la crítica a tendencias como la nueva novela histórica, la estética de la violencia o el renacimiento de géneros populares como la novela negra y el relato fantástico, también le da cabida a miradas oblicuas que surgen con insólita fuerza, expandiendo el horizonte textual fuera de los cánones convencionales y acercándose a temáticas y perspectivas que revolucionan lo que hasta entonces leíamos e interpretábamos como literatura(s) —con o su procedencia geográfica—. Literatura, tan solo literatura.