La literatura no describe los países: los inventa. Nunca como ahora esa fórmula tiene tanta vigencia en Centroamérica. Las sociedades de esta región, desunidas y descuartizadas por la historia, tienen en su literatura un espejo cómico y brutal. Desde la década de 1990, la literatura del istmo se ha echado a correr por una multiplicidad de caminos y tendencias que desafían, inclusive, a quienes creían saberlo todo sobre nosotros.
Rara avis. Si se mira con la lupa de los académicos, nuestra literatura es absolutamente marginal. Pocos centros académicos de Estados Unidos y Europa la consideran como un objeto de estudio relevante. Mercado chico, infierno grande. A los grandes consorcios editoriales todavía les produce escalofrío meter el pie en estas aguas revueltas.
Esa noción de marginalidad constituye un elemento de identidad cultural que las sociedades centroamericanas preservan, protegen y reproducen a toda costa, en la cuna, en la escuela, en la prensa y en las conversaciones. La rebelión de nuestros días es contra esa corriente inmunda, de origen provinciano, que insiste en representarnos como lo peor de lo peor.
En la Centroamérica de hoy, como sugiere Alexandra Ortiz-Wallner, se escribe una literatura “sin residencia fija” que disuelve las fronteras de las literaturas nacionales y experimenta con nuevos modelos de escritura, en la ficción, la novela histórica y la crónica. Algunos ejemplos recientes:
En su novela La ciudad de los minotauros (2016), un apartamento y una librería de antigüedades le sirven a Carol Zardetto como puerta de entrada a un laberinto donde su país se pierde y se reencuentra frente a las estanterías de los almacenes de Nueva York.
Rodrigo Asturias se incorporó a la lucha guerrillera no tanto porque crea en la revolución sino por atormentar a su célebre padre, el escritor Miguel Ángel Asturias, Premio Nobel de Literatura en 1967. Al menos así ocurre en la novela Hombres de papel (2016), de Oswaldo Salazar, donde la duda tiene lugar. Como se sabe, en la clandestinidad Rodrigo Asturias se hizo llamar Gaspar Ilom, como el personaje martirizado en una novela de su padre.
Jacinta Escudos consigue en unas pocas páginas condensar el universo opresivo en el que vive Blake Sorrow, el personaje central de El asesino melancólico (2015). Sorrow desea cumplir la aterradora petición que le ha hecho a una desconocida. Ese encuentro fortuito, sin embargo, hace que su vida recobre una triste intensidad.
Larga noche hacia mi madre (2013), de Carlos Cortés, que tiene como ejes el odio a la madre y la experiencia de la orfandad. Para escribir este relato el autor echa mano de memorias, notas, recortes de prensa, correspondencia e informes médicos.
Estos escritores no responden a otra cosa que a sus propios espejismos. Las historias que faltaba inventar están siendo contadas.