Doctor Zhivago fue primero una frustración: hacia mis ocho-nueve años, cuando la cartelera cinematográfica ocupaba un lugar prominente en los diarios, yo miraba, sin saber quiénes eran, la contundente imagen, que se tornó emblemática, de Omar Shariff abrazando a la hermosa Julie Christie y me seducía su poder inherente, escuchaba a los mayores entusiasmarse elogiando esa película ¡que duraba bastante más de dos horas! y me lamentaba porque no podía ir a verla (y no la vería jamás, pensaba). Luego, hacia mis veinticuatro-veinticinco años, por obra y gracia del sistema de video VHS, Doctor Zhivago fue un par de revelaciones. La primera, que merece todo entusiasmo; por algo fue tan taquillera, claro, y conserva su encanto. La segunda, que (oh, ignorante que siempre es uno) la película está basada en una novela de un ruso; alguien que en aquella época aún llamaríamos Boris y ahora llamamos Borís; el apellido sigue siendo Pasternak. Algún día deberé leerla, pensé, y luego, como en otros casos, de nuevo estaré decidiendo si la peli le hizo o no justicia al libro. Pocos años después ese día llegó y Doctor Zhivago se me convirtió en un tumulto de imágenes, ahora literarias, innumerables nombres y, para mi total felicidad, en un final compuesto por 25 poemas. ¡Y qué poemas! Hay quien opina que justo por ellos esta novela no se ha perdido en la noche de los tiempos, y quizás así sea. Tumultuosa, apasionada, llena de digresiones filosóficas y sentimentales, así como de episodios relativos a individuos que no juegan ningún papel en la trama central, parece por todo ello una obra escrita en el siglo XIX. Una obra que, para dejarlo entrar en ella, pide al lector paciencia, plena cooperación, un dejarse flotar suavemente en aguas tibias. Como Guerra y paz, como Los miserables, como Historia de dos ciudades. Doctor Zhivago es ahora para mí un melodrama que, en términos evocadores, crepusculares, plenamente sentimentales, plantea exactamente tres cosas: una, que como al médico que la protagoniza, a todos nos corresponde darnos cuenta de que hay fuerzas irrefrenables actuando sobre nuestras vidas, y no pocas veces nos arrastran hacia la oscuridad; dos, que como le ocurre a Lara, quien también es protagonista, hay una trinidad inherente al amor: es a veces algo que otorgamos, a veces algo que se obtiene de nosotros, y a veces un fulgor compartido; y tres, que la vida no es de otro modo. Para nadie.