Edgar Allan Poe (1809-1849) murió en la pobreza, posiblemente víctima del alcohol y su delirium tremens y, se especula, quizá asesinado. La noticia fue tomada con sorna por nada más y nada menos que uno de sus primeros editores, Rufus Griswold, quien llamó a Poe “depravado, ebrio y drogadicto” en el prefacio de sus obras reunidas.
Por suerte, la fama de Poe mejoraría en otras tierras y en otros tiempos. Por ejemplo, con estos Cuentos completos, juntos en un solo volumen de bolsillo. El libro, podría decirse, está dedicado a los adeptos al escritor de Baltimore pero es, en realidad, un volumen para los amantes del arte del cuento. Pues es el arte del cuento lo que encontramos aquí, como narración, como misterio, como enigma pero también como ensayo, especulación, diálogo y experimento.
La fama de Poe se debe, por un lado, a varios cuentos de horror y de índole fantástica como “El gato negro”, “La máscara de la Muerte Roja”, “El retrato ovalado” o “El corazón revelador” (“corazón delator” en casi todas las traducciones al español excepto en ésta), “El pozo y el péndulo”; todos ellos esenciales en el repertorio del lector de cuentos.
Y por otro lado, su prefiguración de la novela policiaca en la trilogía del chevalier Auguste Dupin -compuesta por “Los asesinatos de la rue Morgue”, “El misterio de Marie Rogêt” y “La carta robada”-, protodetective cuyo raciocinio comenzó un género literario entero.
Pero los Cuentos completos descubren dimensiones poco exploradas en la cuentística de Poe. En un principio, sus cuentos se anunciaban como historias de lo grotesco y lo árabe, dos vertientes marcadas en la literatura del siglo XIX, centuria fascinada por el exotismo oriental, lo arcano y el morbo del positivismo convertido, irónicamente, en pseudociencia. Todo eso visto desde el prisma del romanticismo. Y a ese coctel de influencias se añadiría el genio de Poe, su espíritu racionalista que veía en el cuento un armazón de funciones aplicadas a un relato.
De ahí saldrían cuentos extravagantes y experimentales, entrecruzamientos entre especies de prosa como en “Coloquio entre Monos y Una”, un diálogo filosófico; metaliteratura como “El cuento mil y dos de Sherezade” o muestras de buen humor como “El arte de timar considerado como una de las ciencias exactas”; o un relato de juventud, “Un sueño”, que se incluye por primera vez entre sus hermanos mayores entre otros inéditos.
Estos cuentos que normalmente no entran en las recopilaciones de “horror y muerte” de Poe no son sólo curiosidades en su bibliografía de cuentos, leerlos de manera consecutiva los integra a un estilo y a una atmósfera unitaria. Más que asustar o sorprender, los cuentos de Poe son intelectuales, piezas en las que el escritor desafía y entretiene a su lector. No sólo es la bruma y la oscuridad, también hay relatos bajo un sol desquiciado donde el misterio es colorido; a la decadencia y la melancolía las acompañan el humor, la curiosidad, la sátira.
Ésa es más o menos la experiencia que se desprende de estos nuevos cuentos completos, que pueden leerse en contraposición a la antología traducida y ordenada por Julio Cortázar. El argentino, uno de los mayores discípulos de Poe en nuestra lengua, hizo una de las versiones canónicas del estadounidense en español pero también ordenó los cuentos de acuerdo a su criterio como lector. Si bien eso funciona como una guía también es un sesgo.
La edición de Penguin Clásicos apuesta por otros traductores –Julio Gómez de la Serna, Carlos del Pozo, Diego Navarro, Fernando Gutiérrez, Flora Casas–, la introducción de uno de los mayores expertos de Poe, Thomas Ollive Mabbot, y dos prólogos del propio autor a sus cuentos.
Además, incluye dos textos fundamentales para la historia crítica de Edgar Poe: los prefacios que Charles Baudelaire escribió para introducir su propia versión al francés y que significaron la entrada de sus cuentos al banquete de la literatura universal cuando los Estados Unidos todavía eran una nación emergente, y no sólo en el rubro de las letras.
Así podemos volver a los 69 cuentos que Poe escribió desde 1832 hasta 1849, de “Metzergenstein” a “La quinta de Landor”; listos para leerse y, sobre todo, releer al Señor del Cuento como si fuera la primera vez.