La acción de la gracia

Eloísa Nava

07 June 2016
Si se quiere leer a Flannery O‘ Connor antes es preciso dar un paso, aquel entre lo cotidiano y lo divino. Hay que desear dar ese paso para alcanzar la revelación. De otro modo, le espera al lector toda suerte de caminos contrarios a la salvación, a la redención y a la gracia, que bien se podrían alcanzar a través de la literatura de una de las grandes escritoras estadounidenses del siglo xx. Pues a través de estos relatos, de sus personajes, cuya existencia es trastocada por un evento imprevisible, hay forma de establecer un diálogo con la divinidad, como lo sugiere Gustavo Martín Garzo en el prólogo a esta antología. Y aunque de ninguna manera estamos frente a narraciones moralizantes (esto excluye a los creyentes, desde luego, para quienes podría surtir tal efecto), en el fondo O‘ Connor sí buscaba zarandear la conciencia de sus lectores; quería otorgarles la visión –como Cristo hizo con aquel que nació ciego– para que contemplaran y comprendieran el significado de la gracia natural. Ella sabía, como la narradora astuta que era, que necesitaba someter su obra al servicio de sus creencias sin sacrificar la voz de sus personajes, sin restarles la maldad que les prestaba carne y hueso, ni tampoco la bondad, constantemente enjuiciada. “En todo caso –como escribió la autora en una carta dirigida a una amiga–, [la gracia] opera rodeada por la maldad”. Es así que la voz de estos personajes es la del racismo, la del fanatismo religioso, la de la pobreza y la ignorancia, la del sur de un Estados Unidos a punto de cruzar a la segunda mitad del siglo XX. También es la del sufrimiento, la de la violencia. Aquí estamos ante hombres y mujeres que cobran venganza, que buscan complacer a Dios a toda costa, que traicionan a su familia, que predican y ejecutan milagros metidos en el Río de Sangre, que asesinan por resentimiento a la sociedad. “No hay placer sino maldad”, afirma el Desequilibrado en el cuento “Un hombre bueno es difícil de encontrar”; considera que lo han castigado de más por sus crímenes, de forma que, con cada bala que dispara, reestablece el equilibrio del mundo, el que, según él, rompió Jesucristo. Lo mismo ocurre con Singleton, en “Partridge en fiestas”, un tipo desadaptado que mata a cinco personas con una pistola automática con silenciador; tan sólo una pobre víctima para Calhoun, el protagonista del cuento:
–No –le dijo–, no era un hombre malo. La niña volvió a meter la lengua en la botella y la sacó en silencio, sin quitarle la vista de encima. –La gente no fue buena con él –le explicó–. Fue mala con él. Fue cruel. ¿Qué harías tú si la gente fuera cruel contigo? –Matarlos a tiros –contestó. –Pues eso es lo que hizo él –dijo Calhoun, frunciendo el ceño.
Pero la niña no creyó una sola palabra a Calhoun, como tampoco lo hizo el joven Nelson, el nieto del señor Head, cuando su abuelo le decía que la ciudad, en comparación con el pueblo, no era mejor. Aunque Nelson, de “Un negro artificial”, tuvo que esperar la traición de su abuelo para entender que no era tan listo como pensaba. Algo similar ocurre en “La persona desplazada”, donde la señora McIntyre no hace caso a las advertencias de su empleada, la señora Shortley, sobre la malicia del señor Guizac; una omisión que llevó a la ruina a la rica McIntyre, y al señor Shortley, a su revelación: “La venganza es mía, dijo el Señor”. Y es que todos en estos Cuentos escogidos (Debolsillo, 2016) entran en dilemas de valor, tratan de convencer a cuantos pueden de su fe, la que no es siempre benevolente o que lo es, a tal grado, que termina por atraer justo lo contrario. En “El Río”, tal vez el más enigmático de los relatos de esta antología, la señora Connin cuida al pequeño Harry Ashfield, mientras sus padres se quedan en casa. Lo lleva con un falso predicador, quien lo bautiza en el Río del Sufrimiento. Sin embargo, Harry, ya en casa, tiene un sentimiento confuso: el llamado de la gracia que pretende transformarlo para siempre, por lo que decide regresar al sitio donde fue bautizado. “No quería volver a hacer el tonto con un predicador, sino bautizarse a sí mismo y dejarse llevar esta vez hasta encontrar el Reino de Cristo en el río”. Caso aparte merecen “El geranio” y “El día del juicio final” –un cuento que abre y el otro que cierra este libro–, cuyos paralelismos resultan en un juego nostálgico entre el presente y el pasado de un anciano que vive con su hija, un poco en contra de su voluntad. En ambos casos el símbolo de la muerte cercana palpita con tal intensidad que es capaz de provocar en el lector sentimientos de compasión y desesperanza. No es casualidad que “El día del juicio final” fuera uno de los últimos escritos de O‘Connor, quien padeció lupus y murió a los 39 años, no sin dejar una obra –dos novelas y numerosos relatos– de una belleza particular, la que no sólo radica en las descripciones de los paisajes sureños ni en el manejo de los diálogos que detallan los ángulos complejos de sus personajes, sino en su capacidad de abordar la gracia natural y, sobre todo, la maldad.