Parece que desde siempre ha existido esa tensión con el país vecino: ser un gringo en México –o, viceversa, un mexicano en Estados Unidos– siempre resalta. Así, cuando un gringo viejo llega al país durante la revolución, todos los ojos se ponen sobre él y especulan qué viene a hacer un gringo, además viejo, a este país.
Este mes se conmemoran 30 años de la publicación de la novela Gringo Viejo, basada en un hombre real, el periodista estadounidense Ambrose Bierce, que cruzó el río Bravo para desaparecer en el territorio de Pancho Villa. Pero, ¿por qué cruza un extranjero una frontera hacia un país en plena guerra? Todos afirman que el gringo viejo viene a morir, pero el gringo viejo ha decidido que sea así. Él sabe perfectamente qué
fronteras cruza, y cuáles son las que realmente tiene que traspasar, aunque en ello le vaya la vida.
Dentro de los estereotipos que tenemos sobre los estadounidenses, ése de que siempre se encuentran donde no los llaman (los gringos se pasan “la vida cruzando fronteras, las suyas y las ajenas”, dice el coronel Frutos García) es recurrente. ¿Qué hace un extraño donde no lo llaman? ¿Por qué todas nuestras diferencias nos apartan tanto? El gringo viejo lo sabe: las fronteras las guarda siempre uno mismo.
El cruce de fronteras, traspasar, ir más allá, pero más allá de uno mismo, de las diferencias que uno tiene con los demás, eso es lo que mueve al gringo viejo, que quiere decidir dónde
morir, al tiempo que no quiere verse decrépito, no quiere perder funcionalidad, quiere pelear, quiere que su destino sea suyo.
Carlos Fuentes no retrata sólo las fronteras humanas, sino también los límites delgados que se dibujan con la revolución: los héroes populistas, pero a la vez perdidos en lo que suelen causar las guerras: el lucro, el poder, el dominio; límites que se cruzan mucho más fácilmente que cualquier otro. Por lo menos el gringo viejo decide cuáles cruzar.
Gringo viejo, Carlos Fuentes, Alfaguara, 1985.