Desde detrás de la larga mesa lo veo llegar. Es enorme y lleva una gabardina puesta; una de las patas de sus gafas pegadas con masking tape. El cabello rapado por partes; huecos que la máquina de afeitar dejó por aquí y por allá. Parece el loco que en realidad es.
La mesa, insisto, es muy larga. O muy ancha, depende desde dónde se le vea. Encima lleva un mantel color vino. O rojo sangre. Depende...
Lo primero que miro, para defenderme, es la base que sostiene el micrófono. Es de hierro y es muy dura. Estamos en la presentación de mi poemario. Este es un pequeño café que, en sus paredes, largas y rectangulares, ofrece mezcal y libros de segunda mano.
Entra muy despacio metiendo una de sus manos a la gabardina. Por debajo va desnudo. Lo noto cuando saca el arma y luego observa a los presentes. Son todos ellos mis amigos. Excepto él.
Porque me odia. No hay una razón. También es poeta. Uno de a deveras, dice. Alguna vez fuimos compas. Hoy no. Hoy quiere matarme y ha venido a eso: a hacer gloriosa mi muerte, a hacer glorioso su matar.
Tan pronto da un paso más al frente, tiro la mesa. Para protegerme de los disparos que aún no ha dado. La presentadora que está junto a mí, sujetando el micrófono, no sabe lo que está pasando. Bueno, sí lo sabe. Así que grita y el micro se vicia. Se escucha un zumbido, luego una primera detonación. Más gritos.
Sujeto la base del micro tan fuerte como puedo. Entre el griterío trato de distinguir sus pasos. Se acerca. Lo está disfrutando. Está sonriendo. Su mirada desquiciada apunta hacia la mesa de mantel color vino.
Y, como en las escondidillas, en una pregunta dice mi nombre.
Lo último que verá será la base del micro partiéndole el rostro. El impacto será tan fuerte, tan destructivo, que le abrirá la cara en dos (arriba de la nariz y entre uno de los ojos) y revelará un fragmento de su cráneo, de su cerebro. Dicho hueco se infectará y será, en realidad, la causa de su muerte.
Aquella era una mañana soleada.
(Ya sé que Elmore Leonard recomienda no iniciar un texto por el clima, pero en este caso es indispensable. También debo advertir que este texto contiene diversos spoilers.)
Así pues, aquella era una mañana soleada. Un hermoso día. Así lo cuenta Salman Rushdie en Cuchillo. Meditaciones tras un intento de asesinato, volumen que compré hace poco, cierta tarde (nublada) y que comencé a devorar de inmediato pues desde que se anunció en inglés quise leerlo.
Es curioso: cierta noche (cualquiera), poco antes del atentado que casi lo despoja de este mundo, comencé a leer el libro de memorias Joseph Anton, también de Salman Rushdie: un tomo al que le traía ganas de antaño, desde que salió (2012), y que tuve en mis manos cuando recién estuvo disponible, pero que luego tuve que volver a conseguir (y que conseguí justo cuando me estaba acordando de él).
En ese caso, en las primeras páginas, Salman habla de la fetua, la sentencia de muerte que cayó sobre él porque el ayatolá Jomeini consideró su libro una blasfemia (un honor, deja ver Rushdie, de algún modo, y es algo que yo mismo pienso: que tu libro sea prohibido es honorable).
Pasaron más de 30 años para que se hiciera realidad. Salman, de algún modo, pensó que había expirado. (Yo lo habría pensado también.) ¿Tanto odio durante tanto tiempo? Quizá pecó de iluso, de ignorante de la historia del mundo –aunque no lo es– pero lo que no quería era vivir con miedo, pues una vida atemorizada, dice, no vale la pena.
Así que optó por mostrarse y dejar de vivir escondido tras su sobrenombre (Joseph Anton). Y dar entrevistas, y hablar de su trabajo literario. Y publicar. La mayoría de su corpus vio la luz en ese periodo.
Hasta que un joven fanático supo de él.
Así pues, aquella mañana en Chautauqua experimenté, casi simultáneamente, lo peor y lo mejor de la naturaleza humana. Esto es lo que somos como especie: llevamos dentro tanto la posibilidad de asesinar a un desconocido casi sin motivo… como el antídoto para esa enfermedad: valor, abnegación, inclinación a prestar ayuda a un viejo tirado en el suelo, escribe Salman.
No me fue difícil imaginar una escena semejante (como puede verse al principio de este relato) pues si de maneras insospechadas uno se hace de enemigos siendo un autor intrascendente (como es mi caso), cuando el trabajo escritural rinde ciertos frutos, o se empieza a hacer conocido en ciertos ámbitos, habrá a quien no le guste.
Y te odie.
En el anfiteatro de Chautauqua, Salman (me permito llamarlo así, por su nombre de pila, porque al leerlo en Cuchillo el escritor abre en canal –sí, aprovechando el título– gran parte de su intimidad) iba a dar una conferencia precisamente sobre “mantener a los escritores a salvo de todo riesgo”.
Resulta dolorosamente irónico, más aún cuando el hecho se enmarca en una época de censura moralista, la cual se había tratado de erradicar justo cuando Salman comenzó a escribir (y a publicar). Fue eso, este contexto, lo que me atrajo a Joseph Anton, la autobiografía, pues tanto ahí como en Cuchillo Salman se encarga de aclarar que sus intenciones escriturales nunca han tenido que ver con el escándalo (como algunos autores le reclamaron luego de su sentencia pública), sino con un deseo expresivo auténtico.
Una búsqueda personal, no un ataque institucional.
Los versos satánicos (la novela por la cual se le condenó), a mi parecer, lleva en su nombre la penitencia: es uno de los títulos más transgresores y hermosos que he visto.
Una novela que, como su atacante, no he leído.
Pero que, contrario a él, deseo algún día poder leer.
Hadi Matar.
Es el nombre del joven que no había leído Los versos… (solo unas páginas, confesó luego de su arresto), y que vio un par de entrevistas con Salman por internet (las cuales le bastaron para repudiarlo un poco más).
Matar llegó temprano al recinto con una maleta llena de cuchillos. No solo era uno. (Años con guaruras y protección del Estado y nadie lo notó. Esta vez, como hacía años, Salman iba desprotegido.)
Matar se había preparado por si algo salía mal. Sin embargo escogió uno pequeño, y con ese apuñaló a Salman más de veinte veces.
En el ataque el autor de una treintena de libros –además de Los versos– perdió por completo la visibilidad de un ojo y sufrió diversas heridas en las manos, el cuello, el torso y otros rincones de un cuerpo que, pese a su envejecimiento (más de setenta años), luchó como un joven por sobrevivir. Como antes de él lo hicieran Naguib Mahfuz o Samuel Beckett tras sus respectivos ataques con cuchillo.
Quienes estuvieron presentes dicen que Salman gritó de un modo inconsolable. Él no recuerda haber abierto la boca una sola vez.
Eso sí: aún es capaz de oír el filo del cuchillo cuando entra y sale de la piel. Unos chasquidos.
No pensó que sobreviviría.
Un ángel, escribe Salman, lo salvó.
¿Por qué no luché? ¿Por qué no huí? Me quedé quieto como una piñata y dejé que él me destrozara. ¿Tan flojo soy que no pude hacer ni el menor intento de defenderme? ¿Tan grande era mi fatalismo que estaba dispuesto a entregarme sin más a mi asesino?, escribe Salman desde la reflexión, la que algunos toman como autoconmiseración, la fuente que le ha brindado el éxito: un victimismo del cual abreva. Del cual escribe.
Uno tendría que haber estado en su lugar. La escritura, a mi parecer, es el acto más grande de empatía. Así que imaginemos: si de por sí defenderse no es sencillo, menos aún cuando el ataque es por sorpresa. Si bien lo vio venir, lo vio caminar (¿correr?) desde el pasillo del auditorio hacia su persona; si bien lo supo pues ahí estaba su ángel de la muerte, al que por tanto tiempo había esperado, se paralizó. Y esperó los embates que le habían prometido desde entonces (1989).
Quizá fue eso: aceptó la fatalidad que se cernía sobre él desde hacía tanto tiempo.
De cualquier modo, se dice Salman, habría sido difícil que un septuagenario hubiese podido hacerle frente a aquel vigoroso veinteañero.
Quizá, se me ocurre –en la insensata comodidad de mi escritorio– que le habría bastado con pararse (si acaso estaba sentado) y gritar. Sí: gritar antes habría servido. Llamar la atención de quienes estaban ahí.
Porque lo que pensaron fue que quizá aquel hombre buscaba algún autógrafo.
Nadie, desde luego, imaginó un ataque.
Solo él.
Solo Salman.
Y, como en las escondidillas, en una pregunta dice mi nombre.
Lo último que veré será mi golpe frustrado yéndose en banda, el helado cañón del arma posándose sobre mi frente antes de la detonación.
Así como en Joseph Anton, las primeras páginas de Cuchillo son estremecedoras. Apachurran el corazón. También te agarran del gañote. Y uno lee y lee.
En el primero narra el momento, las primeras horas, en que la fetua lo condenó por blasfemo. Él, Salman, solo quería escribir un libro que le gustara escribir, que le apasionara escribir. Terminó llamándose Los versos satánicos.
Sabía que era un nombre ruidoso, pero no sabía qué tanto.
En el segundo narra, en esas primeras páginas, los momentos previos al ataque que demoró poco más de treinta años. Y los posteriores.
Narra su felicidad junto a Eliza, su pareja actual (y a quien le habían advertido de andar con él por sus comportamientos “machistas e inapropiados”), la que no lo dejó ni lo dejaría. Tal como le ocurrió a Hanif Kureishi, autor de El buda de los suburbios, amigo de Salman Rushdie quien, en las navidades de 2023, sufrió una caída que lo dejó parapléjico: su pareja nunca lo dejó. (Kureishi escribió, con ayuda de su hijo, Shattered, libro aún sin traducir que, así como en su momento lo fue Knife, espero con ansias leer. Por su carácter autobiográfico, porque es el libro íntimo de un escritor en el que narra lo ocurrido en aquella noche trágica de su caída.)
Sin embargo, Joseph Anton está escrito en segunda persona y, ya se sabe (no recuerdo si Elmore Leonard también lo advierte) puede cansar, más aún si se sobrepasa cierto número de páginas (más de seiscientas). Y aleja al desdichado lector.
En cambio, Cuchillo es un libro breve (poco más de doscientas), escrito en primera persona. Lo cual acerca. Hace de su lectura un goce que no se quiere postergar. Nos sumerge en la mente del narrador-personaje (en este caso de su autor), quien nos conduce hasta el final de su cadalso entre optimismo, pesimismo y reflexiones de este tipo:
El lenguaje también era un cuchillo. Podía cortar el mundo en dos mitades y revelar su significado, su funcionamiento interno, sus secretos, sus verdades. Podía cortarlo para pasar de una realidad a otra. Podía destapar tonterías, abrir los ojos a la gente, crear belleza. El lenguaje era mi cuchillo. Si a mí me hubieran atrapado inesperadamente en una pelea con armas blancas, puede que este hubiese sido el cuchillo que podría haber usado para defenderme y atacar. Podría ser la herramienta que utilizaría para rehacer y recuperar mi mundo, para reconstruir el marco en el que mi imagen del mundo volvería a estar colgada en la pared para así hacerme cargo de lo que me había pasado. Hacerlo mío.
Tal como ocurre con todos los que escribimos.