La vida es un inventario de Doble A, bro: La broma infinita

Olmo Balam

25 March 2025

La vida es un inventario de Doble A, bro

Empecemos por entender la broma, no por la estructura clásica de premisa y remate —esa que enseñan los standuperos y otros profesionales de la comedia—, sino por un elemento más común a los grandes novelistas: su espacialidad. Porque, de cierta manera, ahí está el chiste. Si por algo es conocida La broma infinita de David Foster Wallace es por su voluminosidad: 1,088 páginas en la edición original en inglés de 1996; más de 1,200 en esta traducción al español de Marcelo Covián (y revisada por Javier Calvo). En su versión digital, dependiendo del soporte de lectura, la situación no es muy distinta: aunque uno intente apretujar el tamaño de la letra en el espacio coloidal de la tablet o el smartphone, es imposible bajar de las 1,400 páginas en el puntaje más pequeño; y, si se quieren líneas generosas para no forzar demasiado la vista, se obtendrá un librote de más o menos 2,250 páginas.

El asunto de las formas y volúmenes no termina allí. Foster Wallace ha legado a sus lectores (que se cuentan por cientos de miles, según las cifras de este bestseller y clásico contemporáneo de las letras estadounidenses) un portento para cualquier diagramador de libros: párrafos largos; segmentos extensos de diálogos peripatéticos y dipsomaniacos; líneas enteras compuestas por mayúsculas, sin mencionar las versales que pululan en las numerosas siglas, abreviaturas y acrónimos (esa obsesión tan gringa de abreviar desde oficinas de gobiernos hasta emociones, y que no es otra cosa que un intento de ‘eficientar’ el lenguaje como uno más de los assets ontológicos del capitalismo).

No sólo se trata de disciplinar al lector, sino de forzar la tipografía (sea digital o impresa) al máximo: páginas enteras en itálicas, caracteres que se repiten; todos los signos de puntuación, diagonales y matemáticos; ecuaciones intempestivas (eso sí, centradas, como dictan los cánones); figuras (como la famosa curva braquistócrona de Jakob Bernoulli), onomatopeyas y demasiadas palabras en québécois. En esa representación tipográfica y espacial está expresado todo tipo de voces narrativas, casi todas ellas impersonales, numerosas, pero no polifónicas: primeras planas formadas a ocho columnas, memorandos e informes desclasificados de gobierno, transcripciones de encuentros diplomáticos o de sesiones en las tribunas de Alcohólicos Anónimos.

Para reducir un poco la estatura imponente de esta novela, habría que decir que, en realidad, sólo tres cuartos de su extensión corresponden a la narrativa o texto principal, mientras que el último se reserva para las notas al pie: minucias etimológicas o conceptuales, citas largas de autores seguramente apócrifos, fragmentos que pudieron ser un capítulo del libro, notas que dan a luz a sus propias notas o agregan todavía más detalles sobre este fármaco o este medicamento para facilitar la liposucción. [1]

Una novela de estas cualidades no podría admitir una sola trama, coherente en voz y temporalidad. El más prominente de sus hilos narrativos es la genealogía de los Incandenza, cuyos traumas generacionales están casi todos expresados por alguna adicción o imposibilidad de comunicarse, y entre los cuales destacan Hal, tenista prodigio, pero adicto a la marihuana y la soledad; y su padre, Orin, cineasta y autor de una película que lleva el mismo nombre que la novela, una cinta capaz de hipnotizar y absorber la atención de quien la ve. Por el otro, y asociado a las adicciones de los Incandenza, los vaivenes de un grupo de adictos al alcohol y las drogas que buscan la sobriedad en un Boston distópico. Por último, la insurgencia improductiva de una banda de radicales quebequenses que quieren independizarse de la ONAN, [2] siglas de la Organización de las Naciones Norteamericanas, conformada por la fusión entre México, Estados Unidos y Canadá, naciones atrapadas en una suerte de Tratado de Libre Comercio vinculante de sus gobiernos y destinos.

Todo esto sucede, principalmente, durante el “Año de la ropa interior para adultos Depend”, que debe ser por ahí del 2006 o 2008, cuando en esta versión (no tan distante) del mundo actual las corporaciones se han apoderado incluso de la facultad de nombrar los años como si fueran estadios o festivales de música bautizados por voluntad del mejor postor. Es un mundo que todavía no es el del internet de hoy, pero en el que el rumor de la tecnología aplicada a la generación hipertrófica de contenido ya impulsaba y gastaba floppydisks, CD-ROMs de 9.6 MB y canales de televisión en alta definición transmitidos por satélite.

Leer este libro produce la sensación de clandestinidad propia de, como bien lo sabe su autor, el samizdat soviético—otro de los nombres de La broma infinita, la película dentro de la novela—, pero en cuya circulación no hay ninguna desobediencia política, sino la satisfacción de someterse a una vorágine de contenido con el algoritmo bien perfilado al gusto individual. Leída en 2025, casi tres décadas después de su lanzamiento original, lo sorprendente de La broma infinita —la novela, ahora así— es la capacidad de Foster Wallace para captar que en los noventa ya estaban sentadas las bases de algo más salvaje e incontrolable que el flujo de conciencia en las novelas de principios del siglo XX: contra el stream of consciousness, la lógica del contenido por streaming, torrente sin fin que Foster Wallace no sólo imagina, sino que se materializa en la propia inmensidad de un libro cuya experiencia de lectura sólo es comparable con la cruda que da después de estar surfeando (o, para decirlo como los chavos, scrolleando) frente a una pantalla durante una noche de temperatura enrarecida por el calentamiento global. Y, en el trasfondo, una preocupación: ¿es el entretenimiento una opción libre y sagrada, o una más de las trampas del libre mercado?

Así pues, hay un ansia de acumulación afín a tantos novelistas estadounidenses que buscaron La Gran Novela Estadounidense (The Great American Novel, o GAN, para continuar con otras siglas): John Dos Passos, John Barth, William Gaddis, Jonathan Franzen, quienes podrían ser los referentes más obvios para la Broma infinita, aunque no estaría mal proponer dos precedentes no novelísticos, pero sí más adecuados al pedigrí de William Foster Wallace: no Henry, sino William James y sus Principios de psicología, que componen el trasfondo filosófico sin el que una novela como esta no podría sino encallar en su propia descomunalidad; y, por supuesto, la ‘doble B’ de Bill Wilson y Bob Smith, inventores del Programa de doce pasos de Alcohólicos Anónimos, texto fundacional como pocos de la sensibilidad estadounidense, en especial porque han dado origen a todo tipo de narrativas cuyo chiste está en que nunca acaban, pero se refieren, por mucho que sea de manera inconexa, al mundo y sus avatares de tristeza y sobriedad.

En algún punto de la novela, que no sería preciso llamar clímax, uno de los personajes recuerda que está por alcanzar el noveno de los doce pasos (“Reparamos directamente a cuantos nos fue posible el daño causado, excepto cuando el hacerlo implicaba perjuicio para ellos o para otros”), pero todavía no ha sido capaz de quitarse el mal sabor de boca que le dejaron el cuarto y octavo, que ahora vale la pena recordar respectivamente: “Sin miedo, hicimos un inventario moral de nosotros mismos” e “Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido y estuvimos dispuestos a repara el daño que les causamos”. Ese inventario de erudición y onanismo (dos motivos que casi siempre van de la mano) parece ser La broma infinita, gabinete de pastillas y curiosidades, de adicciones que no pudieron superarse pero, al menos, están ahí para compartirse.

 

Notas

[1] Foster Wallace, no por nada, fue autor de un fallido tratado sobre el infinito que nunca ha sido traducido al español: Everything and More: A Compact History of Infinity (2003), un ensayo de divulgación de las matemáticas que, ya sancionado por los expertos como una mala introducción al tema, quizá podría lograr nueva vida como una más de las notas al pie de La broma infinita.

[2] Hace poco circularon varias bromas en las que el intento imperialista de Donald Trump de expandir el territorio estadounidense por sur y norte daría como resultado otro acrónimo alburero a partir de las primeras letras en inglés de estos tres países: Canada-United States-México: ¡CUM!

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