En la última década, Colson Whitehead ha conformado una de las obras novelísticas más fascinantes de la literatura estadounidense: una reflexión sostenida sobre la historia negra de y las diversas encarnaciones de quienes tratan de contar un día más de vida en una nación que se considera a sí misma un faro de la libertad, pero que se ha construido sobre el sufrimiento y explotación de poblaciones enteras. De ahí el doble premio Pulitzer que encadenó con El ferrocarril subterráneo (2017), su novela sobre el esclavismo en un Estados Unidos decimonónico en el que la Guerra Civil nunca sucedió; o su novela juvenil, Los chicos de la Nickel (2019), sobre dos chicos que caen en un reformatorio juvenil en Florida a principios de los 60, que resulta ser una sucursal más del complejo industrial carcelario.
Si esos últimos dos libros exploraban la ficción desde el punto de vista histórico, lo cual implicaba modular y jugar con los acontecimientos reales (que no es lo mismo que falsearlos), ahora, con El ritmo de Harlem (2023), Whitehead juga con uno de los géneros novelísticos por excelencia de las grandes urbes: la novela negra, un medio para investigar y narrar una pregunta inquietante: ¿pueden los negros y, por extensión, la gente de color, prosperar por la vía legal en un mundo blanco?
Para lograrlo, Whitehead vuelve a su ciudad natal, Nueva York y, más en concreto, los años 60, en busca de la época que vieron sus padres y también en un intento de darle contraste a lo que ya había hecho en un libro de crónicas como El coloso de Nueva York (2003) o Zona Uno (2011), su novela de zombis, ubicada en Manhattan. La historia de El ritmo de Harlem sucede en ese famoso barrio que ha sintetizado muchos de los malestares y contradicciones de la Costa Oeste gringa: parte inseparable de una metrópolis insular, Harlem también ha sido uno de los barrios más marginados y con más historia para la población no blanca de este país.
El protagonista de la novela es Ray Carney, encargado de una tienda de muebles, quien vive con su esposa Elizabeth y su hija, y está esperando a su segundo bebé, por lo que busca ascender de manera honesta en los rangos de la élite harlemita. Sin embargo, sus orígenes más humildes; un tono de piel más oscuro que el de algunos de los miembros adinerados del establishment negro; su condición de hijo de uno de los criminales más infames (y queridos), Big Mike; y el hecho de que usa su tienda de muebles le sirve para contrabandear y mover objetos robados, le dan a este personaje una dualidad que es la de la propia Nueva York: a la vez, una ciudad cosmopolita y capital económica global, pero llena de violencia racial (casi siempre perpetrada por los miembros de su policía), crimen y tensiones de clase.
La novela abarca tres períodos: 1959, 1961, 1954, tres movimientos que podrían equipararse a tres “golpes”, cada uno con su manera particular de darle desarrollo a los personajes, y en los que los crímenes se irán incrementando en dificultad. Son los años de la presidencia de John F. Kennedy, aunque Harlem parece menos interesado en la política nacional que en sus propias disputas políticas y parece, en mucho, separada de las preocupaciones mundanas de los blancos, quienes gobiernan desde lejos con la policía y su gran poder financiero. En el barrio, las cosas tienen otra contextura: el jazz, las noches llenas de ruido por las incontables obras inmobiliarias, el metro y los tugurios.
Carney, quien se esfuerza por llevar una vida honesta, no puede evitar que su primo Freddie lo meta en movidas turbias y de cada vez mayor riesgo. El resto del elenco lo conforman gángster primigenios como Miami Joe, Chink Montague o Pepper (veterano de la segunda guerra mundial); u outsiders del régimen caucásico como Linus, un chico homosexual y mejor amigo de parranda de Freddie que resulta ser heredero de uno de las grandes familias neoyorquinas; o el policía corrupto Munson. A pesar de que en las novelas de mafiosos los personajes suelen pasarse de sombríos o de lacras, en El ritmo de Harlem todos gozan de un carisma de sobrevivientes, nunca de algo que pudiera equipararse plenamente a la villanía (eso se reserva, no obstante, para los últimos capítulos del libro, en los que Carney se enfrenta a los verdaderos jefes que controlan el destino de la ciudad). De manera muy habilidosa, Whitehead equipara la travesía de Carney por el bajo mundo y la búsqueda de la felicidad con el crecimiento de su barrio e incluso con una Nueva York en permanente expansión, impulsada por los especuladores inmobiliarios, el disgusto social causado por la discriminación silenciosa y una cultura urbana anclada en el consumo y el aspiracionismo social.
El ritmo de Harlem, no tiene los elegantes misterios de una novela en estricto detectivesca, pero sí mucho de algo que tiene antecedentes propios en la cultura afroamericana: la novela de atracos (heist fiction) y la fuerte premonición de lo que terminaría por germinar unas décadas después, la blaxploitation, con sus narrativas de gangstas y pimps, al ritmo de álbumes legendarios como los de Charles Mingus (sobre todo el que aparece en la novela: Mingus Ah Um, de 1959), y ese espíritu de caos alegre que evocan las obras de un pintor como Jacob Lawrence (quien en 1941 pintó un Harlem cuyas atmósferas no son muy distintas a las que recrea Whitehead).
Además, está el trasfondo político de la negritud en un barrio que, de manera tangencial, pero decidida, vive el sueño americano. Los personajes, por eso, no son los revolucionarios negros que después fundarían las Panteras Negras, tampoco las pioneras del feminismo como belle hooks, ni los veteranos de la guerra de Vietnam. Tampoco son los negros sureños (que la novela muestra como provincianos que vienen, literalmente, de un infierno blanco), ni tampoco exactamente la audiencia atenta a los discursos que Martin Luther King o Malcolm X daban con mucha fuerza por todo el Estados Unidos “profundo”. Es el Harlem en vísperas de los proxenetas de abrigos de colores y el funk en todo su esplendor, ciertamente un barrio más recatado y con ínfulas de urbanidad, pero en el que ya empezaban a sentirse los síntomas de la resaca tras la prosperidad de la posguerra.
Es, sobre todo, un Harlem de la clase trabajadora, aunque muchos de los personajes, y el propio Carney, lo nieguen: el Estados Unidos negro que todavía quiere convencerse de que es posible alcanzar el sueño americano (obtener propiedades, inscribir a los hijos en colegios privados, formar parte de clubes de exclusivos [encarnado aquí por el Club Dumas]). Aunque Nueva York en los años 60 era mucho más seguro para la población afrodescendiente, no está del todo separado de las injusticias de una nación que los odia: de ahí que haya tantos negros migrantes del sur, todavía dominado por el régimen de Jim Crow y el Ku Klux Klan, o que los turistas de color necesiten de agencias de viaje especializadas en confeccionar rutas seguras en el interior americano para evitar desde malas caras hasta linchamientos y ejecución extrajudiciales.
Es en ese contexto que vemos algunos episodios célebres de Harlem: el asalto al Hotel Theresa (ícono de la negritud, y hospedaje de gente como Louis Armstrong, Duke Ellington, Muhammad Ali, Ray Charles, Cassius Clay, entre otros); el descenso de Carney por el bajo mundo harlemita y sus estafadores, joyeros judíos corruptibles, prostitutas de lujo que ayudan a crear montajes fotográficos; o los disturbios causados por el asesinato de James Powell, un chico de 15 años que murió por los disparos de un policía blanco, crimen cuya impunidad desató toda clase de saqueos y revueltas en el verano de 1964. En uno de los puntos climáticos de la novela, el narrador se da cuenta de que la destrucción causada por los disturbios, con sus cristales rotos y bombas molotov, en poco se compara con los enormes movimientos de tierra, cemento y acero de las construcciones que cambiarán el skyline de Nueva York, siempre a la espera de nuevos rascacielos (sin producir un spoiler, la novela termina justo cuando empieza la construcción del World Trade Center y sus Torres Gemelas, símbolo de lo que fue el capitalismo no tan tardío anterior al siglo XXI).
Carney, aunque es consciente de la dualidad de su existencia, parece poco apremiado por irse del todo al lado “bueno”: después de todo, siempre hay que extorsionar a un oficial, y los comercios blancos no iban a ponerse a vender en un barrio bajo como Harlem. El conflicto de Carney, pues, no es moral, sino ético: su búsqueda de una vida mejor no está condicionada por una idea de justicia que, día tras día, se le escatima de todos modos. De ahí que sus mejores planes los logre durante la duermevela (lo que él llamará dorvey, una mala traducción de la palabra francesa dorveille): esa hora entre las 2 y 4 de la madrugada que va entre el cierre de los bares y el inicio de hostilidades profesionales (lo que en México se ha llamado, con algo de superstición, “La hora del diablo”). En esas horas, Carney trama y da vida a sus planes más oscuros, mientras recorre un Harlem fantasmagórico en el que, no obstante, es capaz de moverse con igual o mayor soltura que en la vida diurna por esa ciudad que tiene la fama, como ninguna, de que nunca duerme.
Para quienes seguimos la trayectoria literaria de Whitehead ha sido una gran noticia saber que el año pasado (en el mismo momento en que se traducía al español esta novela), se publicó la secuela de El ritmo de Harlem: Crook Manifesto (2023), que promete continuar con la saga de Carney por el doble mundo que le tocó vivir. Por ahora, esta novela cumple bien con su función de demostrar que siempre hay un disturbio en curso (una referencia al disco de Sly & the Family Stone, uno de los álbumes que mejor reflejaron la resaca, no del movimiento hippie —principalmente blanco—, sino de las luchas por los derechos civiles que, si bien han logrado sus avances, aún no han logrado desmantelar un Estados Unidos que sólo es para unos pocos).
Todos tranquis: there’s a riot goin’ on.