Al terminar una novela, el lector abandona su personaje para caer en la inevitable trampa del guionista con una frase que ya es lugar común “este libro sería una gran película”. A veces, el potencial no es tan obvio, ni por la emoción de lector, ni por el olfato del guionista. Pero la transición de la literatura al cine es cosa seria. Preguntas hay muchas: ¿qué determina la adaptabilidad de una obra literaria?, ¿el paso de la literatura al cine es una profanación de algo sagrado o sencillamente es un debate de sobremesa cuando los temas importantes se han agotado?
¿Estamos frente a un debate sobre la dimensión literaria del cine o es mero entretenimiento
snob? Lo cierto es, que la disputa comenzó desde que Georges Méliès adaptó a Julio Verne.
Hace algún tiempo, en la escuela de cine, un maestro me dijo con cierta ligereza que de malos libros salen buenas películas y viceversa; en esa época me pareció una sentencia corta de miras, pero después de ver muchas adaptaciones, tengo que reconocer que hay algo de verdad en eso.
Ambos lenguajes literatura y cine, se erigen con poderes ilimitados y con atributos propios de su naturaleza en diferentes niveles de expresión; los dos están fundamentados en decisiones narrativas y poéticas en las que el lector o espectador “cierran” la obra y deciden si está bien escrita o bien dirigida según sea el caso. Hablamos entonces de literatura de alta calidad y de cine de la más elevada manufactura artística, de obras que cubren esa necesidad catártica de la que hablaba Aristóteles al referirse a la experiencia estética pura, a lo que te toca, a lo que te conmueve independientemente del formato en el que llegue a tus sentidos.
La literatura y el cine se han enriquecido mutuamente, desde la novela decimonónica que fue determinante en la gestación del cine narrativo hasta aquellos relatos cuya técnica de escritura sería insostenible sin la existencia del cine, como
El círculo de Dave Eggers o
El Jilguero de Donna Tartt.
Más allá del “así no es como me lo imaginaba”, esa amarga queja del lector que sale de una sala de cine después de ver la versión cinematográfica de su libro favorito, volvemos a la cuestión sobre si el libro es mejor que la película. Por apego emocional a nuestra imaginación, el marcador favorece a la literatura, pero pensemos en alguna excepción a la regla: más bien en muchas y un solo cineasta: Stanley Kubrick. Este director no rodó una sola película con guion original; toda su filmografía está compuesta de adaptaciones literarias; para él sin literatura no existe el cine. Ninguna de esas temidas transiciones le quedó a deber nada a los libros que las inspiraron; por ejemplo
A Clockwork Orange adaptada de la novela homónima de Anthony Burgess y
2001: A Space Odyssey cuyo guion fue escrito por Kubrick y el propio novelista Arthur C. Clarke, con base en el cuento
El centinela, de la autoría del segundo.
Por supuesto que existen adaptaciones literarias imposibles a simple vista; en las cuales, ni los genios han sido capaces de detenerse y sin pensarlo, se tiran al abismo de la creación. Dentro de éstas se encuentra
El Quijote, un reto añejo: desde Orson Welles hasta un Terry Gilliam que ha pagado cara su obsesión por Cervantes. La mayoría de los guionistas y directores se han mantenido respetuosos de la obra de los llamados “infilmables” como Marcel Proust, Samuel Beckett, William Faulkner, David Foster Wallace o James Joyce; aunque merece mención aparte el gran John Huston quien nos llevó hasta las lágrimas con su rara y conmovedora adaptación de
Dublineses.
Lo ideal es darles valor en justa medida, que si tenemos parámetros para comparar, sea a la novela con otras novelas y a la película con otras películas; debemos olvidar al lector o al cinéfilo apasionado para disfrutar o renegar de cada lenguaje por separado. Dicho lo anterior, mi propósito es superar la tentación espontánea de comparar el original literario con el filme. De esta manera, una adaptación será buena cuando guarde un equilibrio discursivo coherente, pero será mala cuando suceda lo contrario. El libro y el filme son dos obras diferentes; y no podemos enfrentarlas. Hay muchísimos estudios críticos que se limitan a defender la superioridad de un arte sobre otro. Sin embargo, aprovecho que para dejar por escrito que, desde mi punto de vista, son artes complementarios, cuyo origen es la necesidad de contar historias.
Las malas adaptaciones de la literatura al cine son las más, pero celebro cuando una novela mediocre o un cuento impecablemente escrito encuentran una nueva forma y sustancia en el cine.
¿El libro es mejor que la película? Es algo que realmente no importa, sobre todo si leemos el primero con goce y disfrutamos el segundo desde una butaca.
«En el cine no existe la metáfora»
Pier Paolo Pasolini
«Los fotogramas no se pueden conjugar»
Bela Balaz