La existencia de una regla que señale que la literatura habla de la realidad y que no solo se trata de ficción es…, una monumental mentira. Que, de hecho, acabo de inventar. Disculpen. Si en verdad existiera una regla como ésta, a lo mejor una de las condiciones que debería cumplir para ser considerada literatura sería señalar que versa sobre la existencia real y efectiva de algo. En efecto, la literatura no versa sobre lo que existe realmente, habla de las cosas que pueden suceder y su diferencia con la historia será que la segunda trata temas que ya han ocurrido. O, al menos así me lo parece a mí.
Por supuesto, yo no soy un auténtico experto en letras ni poseo el erudito juicio de un crítico literario, de modo que la relación anteriormente mencionada no me había preocupado en exceso, pero aún así, escribir un artículo como este me ha causado cierto apuro. Aún cuando esto suena a excusa, y que este escrito trate sobre la relación entre los géneros literarios y la biografía, no pretendo emocionar con ideas del tipo: ¡Vamos! Salgamos todos a leer biografías. Como mucho, me limitaré a reflexionar sobre lo que ha supuesto para mí, como lector, el hecho de cultivarlas ocasionalmente.
La justificación de los géneros en la literatura obedece a la necesidad de encontrar propiedades comunes en los textos y, en consecuencia, agruparlos en una clase. Por consiguiente, se dirá que, por un lado, el autor produce sus textos en función del sistema genérico existente, y por consecuencia, los lectores se apropiarán del escrito en función del sistema genérico que conocen por distintos medios como la crítica, los sistemas de difusión del libro o por recomendaciones de sus amigos.
Como todo rasgo del lenguaje, en cada época se cuenta con un sistema propio de géneros, que están en relación con la ideología dominante. Y, como cualquier institución, los géneros evidencian los rasgos constitutivos de la sociedad a la que pertenecen.
Un problema muy serio al que se enfrenta actualmente la ficción literaria es la necesidad desmesurada por presentarse como realidad para lo cual se ha recurrido a inspirarse en hechos auténticos. Al final de Macbeth se puede leer: “es una historia contada por un idiota, una historia llena de ruido y de furia, pero vacía de significado”. Y es que el lector contemporáneo esta cansado, harto y aburrido de tramas ficticias y personajes inventados, inundado por la moda de los reality televisivos y por formatos de tipo documental, se ha interesado por historias producto de una historia de vida, donde a cambio de ilusión retórica pueda obtener un relato coherente basado en acontecimientos reales.
Pierre Bourdieu escribió que “hablar de una historia de vida es al menos suponer que es inseparable del conjunto de los acontecimientos de una existencia individual concebida como una historia y el relato de esta historia”. Es decir, que una biografía nos hace apreciar un contexto sencillamente porque son producto de un contexto.
Un día, mientras visitaba una librería en avenida Juárez, encontré por casualidad un ejemplar de Pasiones. Amores y desamores que han cambiado la historia (Debolsillo) un libro que colecciona una serie de artículos escritos por Rosa Montero y publicados en el suplemento dominical del diario español El País. En él recoge historias acerca de las relaciones, no siempre dichosas, de personajes como Marco Antonio y Cleopatra hasta Juana la Loca y Felipe el Hermoso, desde Oscar Wilde y lord Alfred Douglas hasta Arthur Rimbaud y Paul Verlaine con la intención de desmitificar el amor y que rápidamente el lector pudiera identificarse con quienes las protagonizaron. Cuando lo leí, quedé admirado al comprobar la cantidad de historias que los protagonistas vivieron. Así de terriblemente y despiadada es la vida: un deporte imposible de practicar si no tratamos de conocer por trasparencia la vida del otro.
Sólo en la literatura habría que escribir muchos volúmenes para expresar la realidad increíble de varios de sus protagonistas. Expertos y apacibles libreros me han explicado que las biografías son un éxito porque los personajes son un éxito, aunque la explicación me parece un poco pobre: lo maravilloso es que la personalidad literaria pueda penetrar en la vida social. La personalidad imaginativa de Albert Einstein (Einstein), la que el lector deduce de sus teorías, estaba asociada a la de un hombre incapaz de conseguir un empleo en una universidad y penetra así en la vida social. La personalidad de Freud (Freud en su tiempo y en el nuestro) contradictoria con su obra siempre en nombre de la razón y de las Luces.
Otra de las fascinantes experiencias de mi vida fue mi encuentro con Alejandro Mayta, revolucionario y trotskista peruano. Mario Vargas Llosa plasma en (La historia de Mayta), una de sus novelas más infravaloradas y que mezcla la ficción con la documentación histórica, la “ambivalente naturaleza de la ficción, que, cuando ser infiltra en la vida política, la desnaturaliza y violenta, y que, en la literatura, más bien, crea espectáculos que nos conmueven, enriquecen y ayudan a vivir”.
Hay una escritora canadiense, Margaret Atwood, que decía que todos pertenecemos a algún lugar y todos tenemos guardadas diferentes versiones de nuestras vidas. Creo que estas palabras resumen de una manera clara lo más importante de una biografía.
En síntesis, lectores y escritores debemos reconocer que el objetivo de la literatura, sean biografías, novelas, cuentos, relatos, etcétera, es llevar a cabo una imitación del mundo real, como escribió en alguna ocasión Gabriel García Márquez, “nuestro destino, y tal vez nuestra gloria, es tratar de imitarla –la realidad- con humildad, y lo mejor que nos sea posible”.