Rainer Maria Rilke escribió en su famoso poema Ve a los límites de tu anhelo, “Deja que todo te suceda: la belleza y el terror. Continúa adelante. Ningún sentimiento es definitivo” y la reciente ganadora del Premio Nobel de Literatura 2024, Han Kang, encarna por completo en sus obras este deseo que nos legó el poeta austriaco. En su novela más reconocida, La vegetariana, la autora coreana nos presenta los límites de la maldad y la empatía a través de una prosa rápida, sencilla y acometedoramente sincera que nos transporta a hermosos paisajes tanto naturales como urbanos. En una Seúl moderna, convivimos igualmente con las bestias del progreso y las de la tradición. No le teme a las contradicciones, ni a los finales indefinidos, la autora nos abraza y empuja hacia un vacío desconocido que, a la vez, todos reconocemos en el fondo de nuestra caótica naturaleza humana.
La novela se divide en tres partes que examinan desde diversas perspectivas dicha naturaleza, y en todas nos lleva a explorar las normas de la moralidad para destruirlas por completo; aquellas reglas implícitas que poco mencionamos o cuestionamos en nuestro recorrido cotidiano para relacionarnos —hasta cierto punto— tranquila o al menos civilmente con quienes nos rodean, quedan abrumadoramente expuestas al dejar libres a sus personajes para que lleven a cabo sus deseos más tenebrosos. Kang nos reta a ver el núcleo de nuestras relaciones, a ver las dificultades de la empatía, ¿es posible entender por completo al Otro? ¿Esta imposibilidad de entendimiento crea barreras inquebrantables que impiden conexiones honestas? ¿Buscamos la empatía para ver al Otro en su desnuda y a veces incómoda complejidad? ¿O más bien buscamos constantemente nuestro reflejo como un Narciso frente a las ondulaciones del estanque, como una maldición compartida en nombre de la “civilidad” y la “tradición”? Han Kang juega a través de imágenes con el concepto del uncanny, experiencias o entes misteriosos que nos aterrorizan con mayor ahínco que lo totalmente desconocido, porque encontramos algo innegablemente reconocible en sus sombras o siluetas. Retrata la empatía como esa nube oscura que nos persigue desde arriba, esas emociones o intenciones de otros que nos llueven encima y deberían parecerse a las nuestras, pero al caer en nuestros rostros resultan fastidiosamente incompatibles. ¿Somos entonces seres realmente sociales? ¿Podemos ser solidarios incluso en las peores circunstancias? ¿Acaso la empatía no se vuelve una vana validación de cordura? ¿Qué ocurre cuando, en el fondo de las entrañas, nos duele no ser como aquellos que denominamos “locos”? ¿La empatía no es, entonces, envidia por una libertad entre infantil y bestial?
La autora justamente nos aleja de nuestras preconcepciones de esta capacidad de reconocimiento al jugar con múltiples narradores. Entre más cerca estamos al principio de la intimidad y maldad que se esconden en la mente de un personaje desde la primera persona, sus verdaderas intenciones se alejan de la posibilidad de empatía. El tiempo narrativo corre como el metrobús en el que suelen reflexionar sus protagonistas, pero no nos lleva con ellos a ningún destino. Entre más se suspende el tiempo en la novela a través de narradores externos, más se acercan las hermanas, que son el punto focal de la obra que nos permite examinar uno de los núcleos de la narrativa: una historia de entendimiento entre dos mujeres que crecieron en un ambiente sumamente violento casi idéntico, pero que sus decisiones las llevaron a extremos opuestos. Nos muestra el horror de la discriminación de género desde las emociones más extremas, a diferencia de su contemporánea, Cho Nam-joo, quien en su novela Kim Ji-young, nacida en 1982 presenta estas aversiones que viven las mujeres desde una perspectiva más histórica. Ambas autoras conectan la experiencia de este terror desde la locura o la histeria femenina, para romper el mito y desenmascarar el dolor latente que se vive en su país natal, y cuestionar cuán naturales verdaderamente son estas prácticas y rígidas tradiciones.
Kang también simboliza animales desde la metáfora, como las aves, para suspendernos en el tormento que producen las contradicciones humanas, pero también para mostrar la inmensidad de la naturaleza y, por ende, una inacabable esperanza por conectar: “Los innumerables árboles que había visto a lo largo de su vida, los bosques que cubrían el mundo como un mar insensible se abatían sobre su cuerpo cansado en forma de olas ardiendo. Las ciudades, los pueblos y las carreteras no hacían más que flotar por encima como grandes y pequeñas islas y puentes, y, llevados por esas olas llameantes, se movían lentamente hacia alguna parte”.
El espacio infinito que perdura durante toda la novela es el silencio ensordecedor que Kang logra describir con maestría poética en situaciones donde, irónicamente, las palabras sobran. ¿Cuándo nos sabemos capaces de las peores crueldades, qué lenguaje podría describir ese horror que sabemos vive dentro de nosotros? Sus personajes, entonces, llevan a sus cuerpos hasta el límite. Frente a descripciones tanto grotescas como deleitosas sobre los alimentos, el vegetarianismo se presenta no como un aspecto moral en la historia, sino como un rechazo, una expresión de cierre final, una desconexión finita y un silencio que se expande hasta atravesar cada nervio latente. En esos espacios de simultanea infinidad y clausura encontramos y sentimos todo: la belleza y el terror. Han Kang demuestra que, efectivamente, ningún sentimiento es definitivo, y a pesar de toda la hermosura y las tinieblas que podemos experimentar tanto con el Otro como desde lo más profundo de nosotros, continuamos.