Para entender al Homo sapiens

Juan Carlos Ortega

12 March 2018
«A través de nuestros ojos, el universo se percibe a sí mismo, y a través de nuestros oídos, el universo escucha sus armonías cósmicas. Nosotros somos los testigos de que el universo cobra conciencia de su gloria, de su magnificencia.» Alan Watts
«Cada átomo en tu cuerpo vino de una estrella que explotó. Y los átomos de tu mano izquierda probablemente vinieron de una estrella diferente de los de tu mano derecha. Ésta realmente es la cosa más poética que conozco del universo: eres polvo de estrellas. Tú no podrías estar aquí si las estrellas no hubieran estallado, porque los elementos químicos —oxígeno, nitrógeno, carbono: todas las cosas necesarias para la evolución— no fueron creados en el principio del universo. Fueron creados en las estrellas. Así que olvídate de Jesús: las estrellas murieron para que tú pudieras vivir.» Lawrence Krauss
«Ninguna ciencia, en cuanto a ciencia, engaña; el engaño está en quien no sabe.» Miguel de Cervantes
El ser humano es un dechado de defectos: experto en tropezar diez veces con la misma piedra, suele ser mezquino e interesado, necio las más de las veces, iracundo y resentido hasta la ridiculez, torpe, débil, y, por si fuera poco, tiene una soberbia tan grande que le alcanza para inventar dioses y sentirse hijo de esos dioses.

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El Homo sapiens lleva 200 mil años en este planeta. Y desde su origen ha sido curioso, casi hasta límites enfermizos. Quiere tener una explicación acerca de todo. Y si la desconoce, caray, pues la inventa. Buscará donde sea: en sus terrores, impotencias, comodidades y anhelos, en su desesperación e intuiciones. Abrevará de donde pueda para poder afirmar, al final del día, “esto es así”. La cuestión es que durante 99.75% de ese tiempo (es decir, 195 mil 500 años) no tuvo más herramientas para conocer la realidad que sus miedos, sus deseos, su inteligencia temblorosa y sus cinco sentidos, débiles e impresionables. En ese tiempo consiguió algunos logros magníficos, claro, pero pocos y a cuentagotas. Todo cambió hace 500 años. Un italiano prodigioso llamado Galileo Galilei sentó las bases de algo que terminaría llamándose “método científico”. Y la genialidad de ese método consistía no tanto en que permitía conocer cosas nuevas, sino sobre todo en que abrió una puerta para que los vicios y las carencias humanas no condicionaran la adquisición del conocimiento. Por primera vez había un modo sistemático de escapar a los prejuicios, los sesgos y la consustancial tendencia humana a la exageración, la sandez y la falacia. Gracias a ese método, en sólo tres siglos la humanidad duplicó la cantidad de conocimiento que había conseguido en los 1,950 siglos anteriores. Gracias a ese método, en sólo cinco centurias —un parpadeo en términos evolutivos— pasamos de ser criaturas que vivían 30 años y creían en las brujas, a vivir 71, conquistar la Luna y manipular el ADN. Hoy, el Homo sapiens duplica la cantidad de conocimiento cada dos años. Naturalmente, después de Galileo se multiplicaron los libros y textos científicos. Poco a poco, década a década, se convirtieron en alud. Vinieron, entre otros muchos, los Principia mathematica de Isaac Newton, The Sceptical Chymist, de Robert Boyle, el Factitious Airs, de Henri Cavendish, el tratado Sur la combustion en général, de Lavoisier, y On the Origin of Species, de Charles Darwin. Ahora bien, ésos son textos científicos y pocas personas tienen preparación científica... Con la excepción de la obra de Darwin, están basados en matemáticas, son complejos y se requieren años de estudio y especialización para entenderlos. Hoy nos parece inconcebible, pero durante décadas a casi ningún académico, instituto, editorial o gobierno le interesó que la población en general entendiera los grandes temas científicos. Entre las pocas excepciones se cuentan el propio Darwin y Thomas Malthus, con su An Essay on the Principle of Population. Para dar este salto democratizador tuvieron que pasar siglos. De hecho, el auge de la divulgación científica se vivió en el siglo XX. Con tantos descubrimientos nuevos, increíbles, antiintuivos e hiperespecializados, creció la necesidad de explicar qué estaba ocurriendo en cada área del saber. Y empezaron a llegar obras magníficas, que cualquier lego podía hojear y entender: Primavera silenciosa, de Rachel Carson (1962), obra pionera en ecologismo que logró frenar el uso indiscriminado de pesticidas; Las conferencias de Feynman, de Richard Feynman (1962-1964), quien pergeñó la teoría científica más precisa en la historia de la humanidad: la termodinámica cuántica; El mono desnudo, de Desmond Morris (1967), donde se habla  del surgimiento de la especie animal más curiosa y atrevida; La doble hélice, de James D. Watson (1968), que explica la estructura del ADN; El ascenso del hombre, de Jacob Bronowski (1973), que relata el viaje cultural del ser humano; El gen egoísta, de Richard Dawkins (1976), donde se explican las bases biológicas de nuestra conducta; Cosmos, de Carl Sagan (1980), un largo poema sobre cosmología y astronomía; Caos: la creación de una ciencia, de James Gleick (1987), que aborda una de las teorías más complejas que existen; Historia del tiempo, de Stephen Hawking (1988), que explica conceptos de avanzada como los agujeros negros, o El mundo y sus demonios, de Carl Sagan (1995), sobre los alcances y retos de la ciencia misma… Hoy, la divulgación científica vive una época de oro. Hay textos de una calidad y una claridad deslumbrantes en todos los rubros del conocimiento. ¿Quieres saber de investigación médica? Lee cualquier libro de Siddhartha Mukherjee, por ejemplo, que igual relata la historia del cáncer (El emperador de todos los males) como los misterios de los cromosomas (El gen). O recétate De matasanos a cirujanos, de Lindsey Fitzharris. Tal vez prefieras indagar en los secretos del cerebro. En ese caso, la medicación recomendada incluye dosis de La vida secreta de la mente, de Mariano Sigman. ¿Y qué tal hundirse en los arcanos del amor y el sexo? Déjate guiar entonces por Pere Estupinyà (S=ex². La ciencia del sexo) o Francisco González Crussí (La enfermedad del amor). ¿O eres más de ciencias duras? Si quieres conocer el estado del arte en la física, que Roger Penrose te lea al oído su Moda, fe y fantasía o El camino a la realidad. ¿Deseas una explicación sencilla de las teorías más complejas? Deja que los doctores Brian Cox y Jeff Forshaw te cuenten, paso a paso, del Universo cuántico o ¿Por qué E=mc²? ¿Tu interés, en cambio, es la astronomía? Échale un lente a Universo: la historia más grande jamás contada, del mexicano Gerardo Herrera Corral, o a Hijos de las estrellas, de la astrónoma chilena María Teresa Ruiz. ¿Estás interesado en la biología? Sumérgete en las luminosas selvas de La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf. ¿Te apasiona la historia de ese animalito curioso que surgió hace 200 mil años en África? Pues no hay nadie mejor para platicarte esa odisea que Yuval Noah Harari, con su Sapiens y su Homo deus. Hoy, ese homínido apasionado y pródigo en defectos llamado Homo sapiens tiene un millón de herramientas para explicarse el mundo con exactitud. Para desentrañarlo y asombrarse no con mitos, dioses y leyendas, sino con certezas, datos y experimentos mucho más prodigiosos. Ya no es esclavo de sus prejuicios y miedos para interpretar el universo. Y ni siquiera necesita ser científico para acceder al conocimiento de avanzada. Hoy, todas sus curiosidades encuentran un maestro sabio y preciso. Hoy, puede asomarse a todos los misterios y asombros con sólo abrir las páginas de un libro.

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