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Entre cronistas te veas
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

Desde hace 19 años trabajo como editor. Sólo he estado en dos editoriales; ambas son lo que impopularmente se llaman “trasnacionales”. Mi primer jefe, Jaime Aljure, quien había sido poeta en su juventud y sólo conservaba de ese estado del alma el cinismo, me dijo en algún momento: estas empresas son como supermercados; encuentras de todo, desde productos gourmet hasta comida chatarra. Asumí la dirección tácita de Joaquín Mortiz a los 22 años; pasé de asistente editorial a editor en cosa de un año gracias a la crisis del 94 y al despido masivo de más de 80 % del personal que tenía Planeta en ese entonces (la gran mayoría eran vendedores de coleccionables). Entonces me volví todólogo y malabarista editorial: aprendí a reescribir cualquier cantidad de cosas (lo primero, una chabacana biografía de Agustín Lara) y husmeaba originales de novelas con curiosidad; así me topé con Estación Tula, de David Toscana, y desde entonces dirgí mi interés editorial hacia la literatura. Al venir de una casa donde ésta era el modus operandi y el único sentido real en la vida, empecé a sentirme bien conmigo mismo. Nada fácil si uno llega a los 21 años deprimido y deshauciado.

Quizá por ese temperamento general pude ver sin muchas complicaciones los engranajes del mercado y no sentirme atacado por ellos. En mi cabeza podían convivir grandes éxitos editoriales tan dispares como Noticia de un secuestro y La profecía celestina, el libro de autoayuda de moda en esos años. También en esa época se conformaba la geopolítica editorial del momento: Alfaguara no había llegado a México, Random House Mondadori aún no existía y Planeta había comprado Joaquín Mortiz apenas 8 años antes. El márketing editorial empezaba a conformarse. México era una isla y sus lectores pasaban de Vecinos distantes de Alan Ridding y México negro de Martín Moreno (quien sigue siendo el rey de la chatarra histórica) a la biografía del Che Guevara de Paco Taibo 2 o Tinísima, de Poniatowska. Las dos editoriales independientes de México eran Diana (hoy absorbida por Planeta) y Era. El concepto “independiente” se confundía con “nacional”.

En esa época, días después del alzamiento zapatista del 94, vi frente a mis ojos cómo se conformaba el primer “instant book” –así le llamo despreocupadamente Aljure–: Los altos de Chiapas. La voz de las armas, de César Romero Jacobo, el primer reportaje convertido en libro sobre Marcos y la rebelión indígena de México. Escrito en un mes, no tenía más de 150 cuartillas y se editó y fabricó en quince días. Ante el vacío informativo del momento –donde por un lado La Jornada y Proceso documentaban bien el fenómeno pero llegaban estrictamente a su pequeño grupo de lectores, y por el otro Televisa y Excélsior o El Universal daban la miserable versión oficial–, el libro de Romero tuvo éxito inmediato y se vendió muy bien. No recuerdo con exactitud las cifras ni el texto, yo no lo edité. A los tres meses se hizo el segundo del mismo autor: Marcos, ¿un profesional de la esperanza? Aljure dio con la fórmula y la realidad nacional le ayudó: vinieron los asesinatos nunca resueltos de Colosio y Ruiz Massieu y todo ese 94 tan álgido y desastroso para el país. Este periodismo encontró eco en un México que apenas despertaba, cuyos medios estaban controlados y donde la libertad de expresión era sólo un ideal aún inalcanzable.

Mi derrotero editorial siguió el de la literatura mexicana. Me sumí trece años buscando novelas, con mayor o menor fortuna. Es muy difícil editar literatura en un país conservador: a nadie le importan los escritores emergentes y se prefiere, por segura, la novedad de la vaca sagrada. En 2006, el año en que este país sufrió otro fraude electoral, cambié de bando: Grijalbo, Debate y Mondadori me quedaron a la mano. La política y el periodismo también habían sido una pasión para mí, pues en mi casa, de niño y joven, además de literatura, se discutía sobre la “República de las letras” y la política. El desastre del país era directamente proporcional a las “mafias culturales”. Mucho cambió en esos trece años, pero otro tanto también siguió igual. Las apariencias reinan y reinaban. A fin de 2006 edité en Grijalbo La victoria que no fue de Alejandro Almazán y Óscar Camacho, quienes entonces trabajaban en Emeequis. A partir de ahí he seguido editando libros de periodismo y crónica sistemáticamente, sin dejar de lado mi verdadero tormento: la narrativa literaria.

A diferencia de esta última, la crónica permite al editor acompañar al autor y trabajar muy de cerca. La reciprocidad es fundamental. Generar ideas entre ambos, líneas de investigación, tonos, estructura, perspectivas. Editar crónica y periodismo es notablemente más estimulante en ese sentido. A fin de cuentas, lo que marca la diferencia es la colaboración y la complicidad que genera la crónica. No quiero hablar tan mal de los narradores, pero  la literatura en español está viciada, pues la colaboración es mal vista por el escritor (esto no pasa así en otras latitudes). La crónica es un género que nace, que se expande; al querer encontrar sus límites y conquistarlos, permite una seria experimentación. La literatura, en cambio, ya lo dijo todo y se pregunta, por enésima vez, cómo decirlo de nuevo –un reto nada menor, que no quede duda. La crónica se asombra a cada rato de la realidad y busca narrarla desde las conquistas de la literatura.

A principios de 2007, le llamé a Diego Enrique Osorno para proponerle escribir un libro sobre Oaxaca y el movimiento social de la APPO. No lo conocía más que por sus textos en Milenio. De inmediato dijo que pero añadió cómo, pues nunca había escrito un libro. Un par de semanas después nos sentamos y armamos con Emiliano Monge un capitulado y hablamos sobre los recursos periodísticos y literarios que podrían convivir en el texto. También sobre información, datos duros y matices significativos. Fueron un par de tardes apasionantes. A los tres nos unía un auténtico deseo de entender el fenómeno oaxaqueño y, por consiguiente, así ayudarle al gran público a verlo con otros ojos. También nos unía una convicción: ahí había pasado algo extraordinario que merecía ser narrado.

Ese convivio azaraoso, el encuentro entre tres seres afines, logró una potente mezcla e hizo que el libro fuera leído y muy comentado. De esos intringulis y del trabajo dedicado están hechas las mejores obras. La crónica se vuelve la mesa en dónde son posibles pequeños milagros.

Pero, al final, ¿cómo, en una empresa que es un supermercado, se pueden hacer libros que sean buenos y convivan bien en el maltrecho mercado? Bien se sabe que vamos a contracorriente, que los medios masivos uniforman todo criterio. Aplastan a la masa, le dan croquetas. Hoy día la embestida es mayor. La calidad no está reñida con el éxito, pero es evidente que muchos libros que destacan no necesariamente cuentan con ella. En contraparte, muchos libros de alta confección necesitan ser vistos y dependen de las mesas de novedad para completar su ciclo: ser leídos. En ese tenor, Salida de emergencia, de Fabrizio Mejía, Elogios criminales, de Villanueva Chang, Gumaro de Dios, de Alejandro Almazán, Los muchachos perdidos, de Humberto Padgett y La guerra de los Zetas de Diego Enrique Osorno, por citar sólo algunos que hemos publicado en años recientes, han tenido la misma oportunidad de seducir a un lector que lee obras desechables. En estos casos y en alguno más, la industria ha quedado al servicio de la Obra.

Fomentar la diversidad desde adentro no es un reto menor; convivir a toda hora con la voracidad de la industria te permite conocerla y saber por dónde colarse cuando es pertinente: es una operación guerrillera de sutilezas insospechadas. Quizá peque de ingenuo, pero hasta ahora no ha sido un obstáculo nunca publicar lo que quiero, pese a los eventuales “fracasos de ventas”. Amandititita, una querida amiga y creadora de la “anarcocumbia”, dijo hace poco en un homenaje a su padre, el gran Rodrigo González, que ella era “una infiltrada”: su éxito comercial era mal visto por los fundamentalistas del rock pero ella no negaba la cruz de su parroquia. Me identifiqué de inmediato. “Soy un infiltrado”, me repito como un mantra en las tediosas juntas que tengo que presenciar semana con semana. Como todo mantra, su efectividad depende del trabajo constante y de mantener la dirección. Y la respiración es lo que cuenta.

Andrés Ramírez