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Enrique Vila-Matas y su nostalgia por la muerte… de la literatura
César Arístides comment 0 Comentarios

Con profundo dolor, con una nostalgia que acaricia con ternura la frustración, Samuel Riba, editor viejo a sus sesenta años y decidido a abandonar la empresa mágica del buscador de la palabra impresa, decide un día viajar a Dublín a encontrarse con los enigmas de Ulises, con las tabernas y rincones de James Joyce. Acompañado por diversas personas en andenes y paseos, pero siempre solo, inmerso en sus reflexiones sobre el compromiso de editar, leer novelas y ensayos relevantes, decidido a entrar en los secretos luminosos de la poesía, en los párrafos de obras que son en realidad su vida y ahora pertenecen al ocaso existencial: entiende, el pobre Riba, alcohólico y abandonado por su mujer, que estos tiempos son para despedirse de la literatura, del escritor genuino, serio con sus textos, lejos de los reflectores y la estupidez del glamour intelectual. Su deseo, quizá el último en su vida, es recorrer los lugares y atmósferas de Dublín, los escenarios míticos y los perfumes que inmortalizó Joyce, entrar en ese corazón tocado por la escritura ardiente, alucinada, del creador de Finnegans Wake.

Enrique Vila-Matas, recientemente galardonado en la FIL de Guadalajara por su obra literaria, entrega en Dublinesca no sólo un homenaje al ilustre escritor irlandés, también es un tributo al editor vehemente, al eterno buscador de la obra literaria imprescindible, al mago perdido en el laberinto que deja su vida en los manuscritos, las correcciones y el amor intenso a la gran escritura, ya sea relato, ensayo o poesía.

Dublinesca es también su ars poética, su idea de la escritura en la memoria del editor. Es un libro dedicado a quienes hacen posible la verdadera literatura, la que se encuentra lejos de los foros y las alfombras rojas desteñidas, lejos de los escenarios vanos y nace entusiasta, febril y dichosa en la habitación del escritor. Es la declaración de fe de que la literatura muere, y renace con novelas intensas, duras, sensibles;  es un retrato del artista adolecente que batalla con sus demonios, que goza la soledad de su escritura y se entrega a pesar de todo a la obra que taladra su cabeza. Escrita con efectiva melancolía, acompañada de un humor negro y nostálgico, sarcástico y evocativo, Vila-Matas convierte a su personaje –incluso él como escritor maduro- en una especie de Stephen Dedalus sesentón, taciturno, agobiado, un hombre que en el viaje decisivo de su vida, a esa Dublín de Joyce, acude en sus recuerdos y encuentros al funeral de la literatura, entiéndase la buena literatura, y paradójicamente al renacer de esa búsqueda de “la obra”, esa búsqueda del “poema”, “la palabra”, el legado, la sentencia.

Qué fortuna encontrar en los estantes Dublinesca y ser cómplices del Vila-Matas confesional, del Vila-Matas que invita a sus paseos a Magris, Hölderlin, Perec o a Céline, del Vila-Matas que comparte su percepción de las películas Spider, El deserto rosso o Simón del desierto. Qué fortuna encontrar a Vila-Matas de Suicidios ejemplares, París no se acaba nunca o Extraña forma de vida. Con su obra literaria, íntima en ocasiones, de recuerdos y pesares en otras, de invocaciones y homenajes, guste o no, la escritura atiende un paisaje de experiencias críticas, literarias y cotidianas, una revelación sincera del hombre acabado, por su firmeza, entiéndase el término, terminado, decidido, y del hombre acabado por sus anhelos y sus empeños.

Dublinesca es un ejemplo de amor al editor, al escritor, al lector, a la literatura que muerta nos espera en los estantes de las librerías, es un recuerdo de lo que el editor en su acepción más pura busca y desea, imagina y crea. Cierro este comentario con una sentencia sobre el sepelio de un personaje enigmático, Malachy Moore, tal vez aquel autor con el que sueñan todos los editores, el escritor genial, aprehensivo, explosivo; Moore, un hombre con gabardina que recorre las calles de Dublín ¿real, inventado, sólo un fantasma de escritor? Un poco como el José Bosch Fonserré de Octavio Paz, perdido también en la niebla del tiempo. La cita es una reflexión sobre el adiós, las despedidas y la muerte: “No comprendo nada de lo que dicen en los parlamentos fúnebres, pero piensa que éste es el verdadero entierro ya definitivo de la gran puta de la literatura, la misma que generó en él ese dolor incomparable, esa pena de editor de la que jamás ha podido luego escapar.”

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