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El desconcierto de nacer
Didí Gutiérrez comment 0 Comentarios

¿Cómo podremos obtener el perdón de nuestros hijos por haberles dado la vida?, dice Italo Svevo en el epígrafe de la primera novela de Gabriel Rodríguez Liceaga, Balas en los ojos. Historia de un suicidio (Ediciones B, 2011), que trata sobre un hijo, cuya madre se acaba de suicidar. Publicada hace más de una década con esta inscripción en las páginas iniciales, el autor inauguraba ya la exploración literaria de un tema que ha rondado su obra a lo largo de casi quince años; antes de este libro, Gabriel publicó uno de cuentos, El demonio perfecto (BUAP, 2008), donde seguramente hizo sus pininos al respecto.

El paso del tiempo ha dejado ver el compromiso de Gabriel con el principio de todo. Le preocupa nuestra aparición en el mundo. Si hay autores que se interesan por la muerte, para Rodríguez Liceaga hubiera sido mejor que ni naciéramos o que, por lo menos, no naciéramos del modo en que lo hacemos.

Si en su primera novela, Genaro, el protagonista, reconoce que su padre es el culpable de un buen número de sus desdichas, muchas de las cuales también él mismo heredó de su propio padre, en una infinita cadena de tristezas como fracasos, gestándose hasta el hartazgo y sin esplendor, en La sombra de los planetas (Random House, 2023), la novela más reciente de Gabriel, Santiago, coprotagonista junto con Damiana, considera de plano fallida nuestra concepción, al ser nosotros, los seres humanos, el producto de las características aunadas de nuestro padre y nuestra madre, quienes en teoría son las personas adecuadas para criarnos, pero no siempre es así.

Editor de esos libros que todos hemos visto y seguramente hasta tenemos uno, esos de “las 1001 películas/libros/canciones que hay que ver/leer/oír antes de morir”, Santiago imagina una posibilidad, mientras cumple “horas nalga” en la oficina y aprovecha para hacer la tarea que su terapeuta le dejó, una indagación por escrito del porqué no ha tenido descendencia a sus cuarentaytantos. Y a la manera en que lo haría alguien cuyo trabajo consiste precisamente en inventariar la vida, muy acorde con su naturaleza de pensar en rankings, enumera las 30 mujeres que ha amado y sus respectivas características.

En dicho escrito es posible conocer el estado en el que se encuentra la investigación del autor acerca de su tema: “Si hubiera sido tarea mía formular la creación, si en mis manos hubiera estado determinar cómo se reproduciría la especie, lo hubiera hecho todo muy distinto. Si mi papel hubiera sido el de un dios, ésta sería mi principal modificación al orden actual de las cosas: un hijo sería el producto de todas las personas que tanto la mujer como el hombre amaron. Seríamos seres más completos, más integrales, con una herencia vastísima. Los lazos de sangre son una superstición”.

Entre Balas en los ojos y La sombra de los planetas hubo otra novela, bueno ha habido tres más, El siglo de las mujeres (Ediciones B, 2012), Aquí había una frontera (FOEM, 2018) y La felicidad de los perros del terremoto (Random House, 2020), y es a la primera, El siglo de las mujeres, a la cual me quiero referir. La historia de Dinorah y Alma, dos amigas muy diferentes entre sí, pero unidas por la ausencia del padre y el desconcierto de haber sido concebidas. En las primeras líneas, Alma le pregunta a Dinorah cuál es el primer recuerdo que tiene y ella se suelta a llorar, porque esa interrogante ha bastado para caer en cuenta de que forma parte de una desechable raza de no deseados. Dice el poeta uruguayo Eduardo Milán: “Algo terrible nos pasó y nos dimos cuenta”. Los personajes de Gabriel son almas azoradas de haber encarnado.

Pareciera grave su escritura, pero Gabriel la salpimienta muy adecuadamente con humor. Sus personajes tienen oficios delirantes, uno hace bromas en las calles videograbadas a escondidas, al estilo La risa en vacaciones 1,2, 3, 4 y 5 o Cámara infraganti de Oscar Cadena; un reguetonero avispado que ha de dar un concierto en el Polo Norte, una maestra de manejo que se acuesta con su único alumno. Hay madres muertas y padres debiluchos.

Al escribir esto hace unos días, sonó la tonadilla de “La lambada”, el baile prohibido, en monoaural, proveniente de un camión de la basura, mientras se echaba en reversa y fue casi una obviedad preguntarse: “¿Dónde está Gabriel en estos momentos para decirnos qué significado tiene esto?”. Es algo que su mirada sensible y chilanga podría dotar de un sentido trascendente. De imágenes, así, cotidianas, emergen significados inimaginables en las páginas que ha escrito; por mencionar una, Chabelo, el antes inmortal, como símbolo de la inmadurez de la nación mexicana. Sus personajes insisten entre sus libros, como Mirna; también hay frases que vuelven a aparecer, como “días sin prosa, horas sin prosa”, para referirse a esos momentos en los que la vida ocurre en otros lados; escenas como la del padre que carga en brazos a Genaro en el terremoto que es el mismo padre que carga en brazos a Dinorah: sus aficiones perduran, los perros sin nombre, el arrebato por el Ulises Criollo, los recorridos frondosos por la Ciudad de México, que recuerdan a los frescos narrativos de Fernando del Paso.

“Jamás tendré un hijo”, dice Damiana, a quien, hablando de oficios raros y que si no son raros per se, los personajes los enrarecen de formas insospechadas, a ella, por ejemplo, la corrieron de la primaria donde daba clases porque les dejó de tarea a los niños que le preguntaran a sus papás por qué no los habían abortado. Damiana dice: “Jamás tendré un hijo, pero de haber sido así, me hubiera dedicado todos los días a enseñarle lo que es la belleza, a no renunciar jamás al asombro y a buscar siempre el amor”. La sombra de los planetas es una historia de los vericuetos del amor en el 2023, en la CDMX, entre los millenials, narrada a dos voces, la de Damiana y Santiago, mientras ambos se sumergen en sus respectivas búsquedas internas, cada cual a su modo: él escribiendo y ella pacheca, caminando y repartiendo por la ciudad sus dibujos de celebridades nalgonas. Es una historia de época.

Gabriel es un autor interesado en crear un cuerpo de obra compuesto por piezas afines en distintos sentidos, nunca iguales, al menos por ahora las que lleva son irrepetibles, únicas. En alguna entrevista que le hicieron leo que cuando él se enteró de que Yukio Mishima había construido la tetralogía El mar de la fertilidad, él dijo: “yo quiero eso en mi vida.”. Ahora tiene ya la pentalogía.

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