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Del placer de comer cabanga
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Inicia el siglo XX y se pone en marcha la construcción del canal de Panamá, territorio que a su vez se acaba de separar de Colombia para convertirse en nación independiente, bajo el amparo siempre conflictivo de Estados Unidos y las potencias imperiales europeas.

Son tiempos iniciáticos por donde se vea: la industrialización con sus ferrocarriles y buques se abre paso por bosques en los que aguarda el primer rocío del bajareque —la llovizna del verano— y en cuyos senderos es fácil encontrar quitrines en tránsito—carruajes tradicionales del área caribeña—, así como cascadas en las que bañarse. Atraída por el ajetreo del istmo, llega gente de todas partes: inmigrantes europeos, sudamericanos y pobladores del resto de Centroamérica. Lo que importa más, la vista se ve dominada por grandes sierras y el pico más alto de esta región del mundo: el volcán Barú que, pese a su nombre en la extinta lengua dorasque —“casa de fuego”—, ha permanecido inactivo y cubierto de verde desde hace más de medio milenio. Por eso es posible escalarlo, todo un ritual para los habitantes de las tres provincias que descansan en sus faldas, quienes afirman que es posible ver desde su cima el océano Atlántico y, según algunos más osados, el Pacífico.

Ese es más o menos el panorama al que, literal y metafóricamente, se refiere Juan David Morgan en Fugitivos del paisaje (Alfaguara, 2023), novela en la que el nacimiento de una nación se ve encarnado por la familia Thomas-Calero, en un trayecto genealógico que va y viene de Aberystwyth (Gales), París (Francia), Nueva York (Estados Unidos) y Barranquilla (Colombia), a La Ladera, la ciudad de Panamá y, sobre todo, la provincia occidental de Chiriquí, colindante con Costa Rica y en cuya capital, David, se desarrollan muchos de los acontecimientos de esta familia ilustre.

El protagonismo recae en Andrew Thomas, de madre colombiana y padre galés, quienes se aventuran a Panamá en busca de nuevos negocios y hasta de una nueva nacionalidad. Allí encontrará al amor de su vida, Clara Calero y su familia originaria de Cali, quienes se vieron forzados a emigrar a Panamá después de que un pariente hunde en la ruina al padre y, en especial, a una madre acostumbrada a viajes de ida y vuelta a Francia. Visto al principio como un premio de consolación, los parajes de Chiriquí (conocido en las lenguas originarias de la región como Valle de la Luna) pronto se revelan como un regalo para las aspiraciones de ambas familias, destinadas a unirse para crecer al mismo ritmo desbocado del pequeño país centroamericano.

De origen tan diverso como su propia nación, estos personajes se moverán por sus propias manías y deseos de prosperidad, pero también por las corrientes de la historia mundial del siglo XX, que se concentraron de una manera especial en esa trama de tierra entre dos océanos. Juan David Morgan, por supuesto, nos está contando la historia de su propia familia, protagonista en algunos eventos históricos de este país que adquirió su forma contemporánea gracias a legislaciones internacionales e internas. Por eso el autor narra algunos episodios emblemáticos del derecho y la política panameñas —por mencionar algunos: el asesinato de un soldado estadounidense a manos de una panameña venida a menos en un puerto cerca del canal; el primer vuelo de aeroplano que, a falta de un aeropuerto y bajo la conducción de un piloto gringo apodado Crazy Sam, tuvo que aterrizar en un potrero davideño; intentos de golpe de estado contra la incipiente democracia panameña; o la participación en resoluciones internacionales como la creación del estado israelí que supusieron la entrada de Panamá en lo que hace tiempo se llamaba el “concierto internacional”—, asuntos que corrieron en paralelo al desarrollo y florecimiento de su propia familia.

Morgan publicó esta, su primera novela, hace más de 20 años en Bogotá, bajo el pseudónimo de Jorge Thomas, en un claro homenaje a ese ancestro de origen galés que aquí vemos con todo el entusiasmo de su juventud y que, en sus tiempos libres, cuando no se ve absorbido por litigios penales y administrativos, leía a poetas como Ricardo Miró, Rubén Darío y Amado Nervo. Abogado de profesión (de hecho, cabeza de uno de los bufetes más importantes de su país), el autor permite entrever al lector —sobre todo si se es extranejero— un paisaje de expresiones panameñas: “transar por la mitad” (para repartir a partes iguales una cosa), la hora del “sol de los venados” (cuando llega el ocaso y las sombras se alargan mucho).

O la que define el tono de la novela, “comer cabanga”, algo así como la saudade o nostalgia centroamericana, que transcurre aquí por tres generaciones de panameños, un país cuya literatura también ha participado en la tradición latinoamericana de encarnar en una familia el destino de toda una nación. Y aunque uno conozca poco de este país, es difícil no imaginar ese sentimiento, el de recordar o estar “comiendo cabanga a dos carrillos”, mientras el sol se oculta detrás del volcán.

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