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Los crímenes del lejano oriente. El maestro de la novela policíaca japonesa: Edogawa Rampo (Primera parte)
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Cuando los detectives consiguen atrapar a un temible malhechor, sienten tal júbilo que las personas de a pie ni siquiera pueden imaginarlo.

Edogawa Rampo

Cuando se habla de literatura policiaca, vienen a colación los mismos nombres una y otra vez: Edgar Allan Poe o Conan Doyle, Anna Katharine Green o Agatha Christie, G. K. Chesterton o E. C. Bentley (y lo mismo aplica para el género negro); sin embargo, resulta extraño, incluso raro, que alguien llegue a mencionar autores de países como China, Corea o Japón.

Por ende, cuando supe que existía una amplia gama de escritores que habían incursionado y cultivado con fervor el género desde finales del siglo XIX, no perdí más tiempo y comencé no sólo a buscarlos, sino también a leerlos con insana curiosidad. Gracias a las recientes traducciones al español conocí a Okamoto Kidô, Shiro Hamao, Seicho Matsumoto y, por supuesto, a Tarō Hirai, autor que marcó un antes y un después en la tradición del género policiaco en el país del sol naciente.

Tarō Hirai (1894-1965) fue un escritor japonés que admiraba a Poe, al grado de que firmaba sus obras como Edogawa Rampo, traducción fonética al japonés del nombre del escritor estadounidense, uno de los mejores exponentes del cuento moderno y creador de historias de misterio con detectives aficionados. Rampo, por su parte, es considerado el creador de la moderna literatura policiaca, precursor del género negro y máximo representante del ero-guro nipón. Es un autor prolífico y padre del detective amateur Kogorō Akechi, protagonista de una veintena de cuentos y varias novelas, entre ellas El largo negro (Salamandra, 2017).

Si bien las primeras aventuras de Kogorō Akechi se pueden encontrar en diversos relatos de misterio, como “El asesinato de la Cuesta D” (D-zaka no satsujin jiken), publicado en 1924, o “El fantasma” (Yurei), publicado un año más tarde, estos cuentos están más apegados al estilo fair to play o tradición inglesa, en donde el detective lleva la batuta de la acción y debe resolver el misterio con una explicación lógico-racional dentro de una habitación cerrada, atrapar seres de otro mundo o sólo dar con el asesino de un inocente, cuyo crimen se realizó de manera extraña o casi sobrenatural.

Sin embargo, en El lagarto negro (Kurotokage) la cosa cambia, y bastante, sobre todo, porque la historia comienza con un par de óbitos e inmediatamente se presenta al villano de la novela. En este caso, una mujer: madame Midorikawa, cuyas cualidades y características son más apegadas a la femme fatale de la novela negra estadounidense, aunque con un ligero toque de Lupin, en cuanto a sus constantes transformaciones. “Lustroso vestido de seda negra, relucientes joyas en los lóbulos de sus delicadas orejas, en el escote y en los dedos, rostro de belleza excepcional, cuerpo sinuoso transparentándose a través de la seda negra… Era el Lagarto Negro.”

La hermosa madame Midorikawa tiene un espectacular tatuaje de un lagarto negro en uno de sus brazos, de ahí su apodo, y no tardará en convertirse en uno de los mejores y más poderosos rivales que deberá enfrentar el detective Kogorō Akechi. En este momento, Akechi ya es un reconocido sabueso en todo Japón y colabora con la policía. Él deberá anticiparse a cada movimiento de su enemigo, pues a ella no sólo le gusta coleccionar los objetos más valiosos y raros del planeta, también desea enfrentarse y demostrar que su inteligencia es superior a la de él.

Originalmente publicada por entregas durante el año 1934, la novela combina con maestría la detección y el misterio, siendo ése uno de los aspectos característicos de la ficción policial, al generar y mantener la tensión narrativa durante toda la obra. Heredera de la novela de folletín decimonónica, a la manera de Balzac o Collins, Rampo establece un pacto de serialidad con sus lectores, ya que entre un capítulo y otro existe una especie de Cliff-hanger, que funciona para conformar la tensión necesaria que despierta la curiosidad por saber qué sucederá después.

El uso de múltiples recursos literarios hacen de la novela de Edogawa Rampo una rareza interesante para su época. Desde la metaliteratura, que hace alusión a cuentos del propio autor, hasta homenajes y referencias a autores canónicos del género, “había incluso un hombre vestido de gorila persiguiendo a una joven que trataba de huir”, todo ello denota en Rampo una conciencia y una apropiación del género, en el sentido de que El lagarto negro es una novela que está justo entre lo policial clásico y el género negro, y combina elementos de ambas tradiciones, como lo hiciera también, en su momento, el escritor belga Simenon.   

Otro dato interesante es que la novela de Rampo fue adaptada al teatro por el gran escritor Yukio Mishima y, posteriormente, llevada a la pantalla grande dos veces: una en 1962, dirigida por Umetsugu Inoue, y otra en 1968, al frente de Kinji Fukasaku, siendo esta última, quizá, la más representativa, al contar entre su elenco al propio Mishima, quien por aquel entonces era el amante de Akihiro Maruyama, actor drag que interpreta a la criminal Black Lizard en el filme, misma que atesora no sólo objetos valiosos, sino también seres humanos disecados, uno de ellos encarnado por el autor de Confesiones de una máscara.

El lagarto negro es una novela policiaca que demuestra el talento de Tarō Hirai y la manera en la que pudo apropiarse de un género extranjero, al mezclarlo con elementos como el ero-guro. Cabe mencionar también que Hirai fue el principal impulsor del género negro en su país, al grado de que formó la Asociación Japonesa de Escritores de Misterio, la cual en su honor creó el Premio Edogawa Rampo, que hasta el día de hoy sigue siendo el galardón más prestigioso de su país.

Por esto y más, vale la pena darse la oportunidad de leer cómo fueron los inicios del género en aquel lejano país, así como su pronta evolución hasta tener novelas monumentales como El expreso de Tokio de Matsumoto o Seis cuatro de Hideo Yokoyama, de la cual hablaré en la siguiente entrega.

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