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Un paseo por la sombra
Redacción Langosta comment 0 Comentarios

En 2007, Doris Lessing fue galardonada con el Premio Nobel de Literatura: «esa narradora épica de la experiencia femenina que, con escepticismo, ardor y poder visionario, ha sometido a escrutinio a una civilización dividida». A sus ochenta y ocho años, la autora se convirtió en la onceava escritora en ser premiada con el Nobel. No voy a hablar aquí de sus obras de ficción (mucho se han reseñado ya sus innumerables novelas y cuentos) sino de su autobiografía. Para ser más específica, quiero referirme a un pasaje muy concreto contenido en Un paseo por la sombra.

Desde hace algunos años, imparto un modestísimo taller que tiene como objetivo ofrecerles a los participantes una introducción al mundo de los libros. Para todos aquellos que gustan de la lectura y la escritura, pero que no pertenecen al medio editorial, el mundo de los libros es un enigma que adivinan apasionante y elitista. Pasaron varias generaciones antes de dar con el texto que hoy día es lectura obligatoria para la primera sesión del taller: un pasaje que forma parte de la luminosa autobiografía de Doris Lessing.

«Lo peor que le ha ocurrido a la literatura fue que unos ricos muy ricos, multimillonarios, se encaprichasen con la idea de poseer una editorial. El problema es: ¿a alguno de ellos le interesa la literatura?»

Este libro, publicado originalmente en 1997, no ha perdido vigencia alguna. Doris se lamenta con nostalgia, en la línea de los grandes editores como Jason Epstein o André Schiffrin, de los vuelcos que ha dado no sólo la industria del libro, sino la relación autor-editor. Hoy, cada vez más, enormes conglomerados mediáticos devoran editoriales independientes haciendo de la industria editorial un todo monopólico: el monopolio nunca es deseable, mucho menos si se trata de la libertad de expresión y de la diversidad de opiniones que debieran contribuir a enriquecer el debate en beneficio de todos.

Más allá de la tendencia oligopólica que no sólo contagia a nuestra industria, Doris Lessing describe maravillosamente cuál solía ser la relación entre el autor y el editor:

«El escritor confiaba en una amistad cada vez más sólida cuya intensidad, estoy segura, aún no se ha reconocido. Hay que aceptar que los escritores son infantiles, por lo menos en este aspecto de su vida: proyectan un torbellino de emociones sobre el editor: necesidad, dependencia, gratitud, resentimiento por esta necesidad y este resentimiento, un afecto combativo y contradictorio que alienta el trabajo. El apasionado amor que el editor siente por la literatura influye en la obra del escritor, y la capacidad de discernimiento que resulta de tantas lecturas permite una mejor crítica del libro y una presión sobre el autor para que lo mejore.»

Hoy, nos dice nuestra autora, los editores son maltratados por los financieros a la cabeza de las grandes editoriales para las que trabajan, mientras que los escritores son a su vez maltratados por estos editores que sólo buscan publicar libros que maximicen sus ganancias. Las editoriales independientes, sin embargo, parecen subsistir a pesar de tener todo en contra. Hoy, a los editores se les despide de un día para otro. El escritor recibe un correo: «fue un placer conocerte, espero coincidamos nuevamente en el camino». Quizás esto haya abonado, en parte, al florecimiento de agentes literarios mucho más poderosos que los mismos editores, quienes acaban siendo el único interlocutor digno de la confianza del autor. Los editores, dejando de lado el amor que algún día les profesamos a los libros, estamos cavando nuestra propia tumba.

¿Y cuál es, según la Nobel de Literatura, el peor maltrato que puede recibir un autor? Las firmas de libros que sólo dan lugar al ridículo, a la pérdida de tiempo y de amor propio, a la deformación absoluta de lo que pretenden ser un buen autor y su obra. ¿No se dan cuenta los lectores, nos dice la autora, de que es ridículo que se formen para que el autor les firme un libro? ¿No se dan cuenta de que el autor está harto, cansado, y de que los odia en silencio por retenerlo ahí, firmando libros con la misma pasión con la que se despluma una gallina antes de lanzarla al hervidero? Luego de citar una broma que solía correr entre los estudiantes de Oxford, «Tengo el único ejemplar sin firmar de tal autor», Doris Lessing no tiene ningún empacho en escribir que «los escritores somos como mercancías, como los libros que escribimos».

Doris Lessing fue siempre sabedora de las cuestiones políticas, económicas y sociales de su entorno. Fue madre e intelectual. Fue novelista, ensayista y cuentista. Y por si todo esto fuera poco, explica como nadie las vicisitudes y las miserias del medio editorial que, valga decirlo, siempre tendrá ese efecto embriagante y ese halo de melancolía.

Wendolín Perla