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Con un espectro parecido a la muerte susurrándole
Samuel Segura comment 0 Comentarios

I.

Aquella mañana Segovia amaneció deshidratado, pero aún así acudió a trabajar. Llevaba la misma ropa del día anterior, la misma, entonces, de la noche anterior, cuando se quedó en el bar de la esquina de la empresa donde trabajaba bebiendo mezcal y cervezas (cinco, en total, de cada una; suficiente licor para derribar a quien fuera): una camisa a cuadros, jeans y botas color vino tipo Bob el constructor.

En cuanto las puertas del elevador se abrieron frente a él corrió con suerte: no había nadie alrededor y pulsó el botón que lo conduciría hacia su piso. Del mismo modo, en cuanto llegó a tal, no había nadie en el pasillo que lo conduciría hacia la entrada de gruesos cristales de la empresa trasnacional y caminó cabizbajo saludando al oficial/guardia/portero con una mínima inclinación de cabeza.

Una vez en su asiento encendió su equipo y mientras tanto bebió el café helado que quedó en su taza la tarde anterior. Tan pronto lo culminó caminó hacia donde las cafeteras ya tenían listo el café caliente. Se sirvió hasta la mitad y, tras agregar dos cucharadas de azúcar, vertió un poco de agua fría y volvió a su asiento.

—¿Cómo estás? —escuchó a Espidia decirle a sus espaldas.

—De la verch —dijo Segovia y dio un traguito al café que, a pesar del agua fría, seguía caliente. Y volteó a verla. Su compañera se acomodaba las gafas, desplazando con su dedo índice de larga uña blanca y postiza la curvatura que une a ambos lentes. Y sonreía con aquella dentadura caballesca oculta tras los brackets.

—Te dije que te pusieras chingón y te fueras conmigo —dijo—. Te hubieras quedado en mi casa, mejor, y así te hubieras dado un baño: hueles horrible.

A Segovia no le quedó más que asentir moviendo la cabeza, ligeramente, de arriba a abajo. Ciertamente, había tenido que dormir en la banca de un parque cercano porque, para la hora que terminó de beber, todo el transporte público dejó de dar servicio.

Entonces se aproximó Israel, tan alto y canoso (a pesar de su juventud) como era. Sonriendo, les dijo a ambos:

—Miren, la foto que nos tomamos la otra vez… la modifiqué un poco.

Espidia la miró primero y no pudo evitar reírse a carcajada suelta, como una urraca.

—Averla —dijo Segovia, extrañado. Israel le extendió su teléfono móvil. Ahí Segovia vio, hasta cierto punto incrédulo, una foto donde aparecían Espidia, Israel, Vicente (otro compañero de la oficina) y él, pero con el rostro superpuesto del escritor Enrique Serna. Le costó trabajo distinguirlo a la primera: Israel había hecho un gran trabajo de montaje con una aplicación gratuita de edición de fotos.

—Desde que te dejaste así el bigote —dijo Israel— te pareces más a tu ídolo.

Y es que Segovia les había comentado varias veces a sus compañeros (particularmente en las horas de la comida, mientras reunidos en torno a sus toppers comentaban alguna cosa) de su enorme gusto por el autor de Amores de segunda mano, Fruta verde, El miedo a los animales, La doble vida de Jesús… al grado de que algunos leyeron aquellas obras (a pesar de que no leían ni en defensa propia) y terminaron compartiendo aquel entusiasmo.

—La verdad es que apenas noté la diferencia —dijo Segovia. Espidia seguía riéndose, silenciosamente, pero con la boca abierta.

—Deberías intentar escribir —le dijo Israel—. En una de esas, de tanto leer, te sale algo…

—Y debería ponerse —intervino Espidia, aún sin poder contener la risa—: “Enrique Sarna”, jajaja.

Tanto Israel como Espidia se rieron sin tregua mientras Segovia volteaba hacia su monitor y en él veía, detrás del protector de pantalla de un paisaje con montañas de hielo, su reflejo ensombrecido, distorsionado. Indistinguible.

II.

Esa tarde lo llamaron de recursos humanos y lo reprimieron por llegar crudo al trabajo (alguien dio el pitazo de que Segovia olía a teporocho), por lo que ambas partes resaltaron que sería la última vez que ocurriría (de lo contrario, advirtió una de las partes, sería despedido) y se le permitió seguir trabajando pese al inclemente dolor de cabeza que lo atormentaba.

Al salir de aquel cubículo vio a Claudina sentada en el suyo propio, frente a su monitor. A la distancia la jefa de diseño lo saludó moviendo los dedos de su mano derecha (con cada una de sus uñas en color rojo), sonriéndole. Segovia le sonrió también, con una sonrisa más bien triste, y siguió su camino aunque le habría gustado poder acercarse a ella, darle la mano, preguntarle si aceptaba salir con él una de esas noches (no esa, por favor, se dijo, pues le urgía dormir). 

Por lo que se fue temprano. La verdad es que no pudo concentrarse en la chamba. Hizo un par de cosillas y se retiró tan discreto como llegó para evitar que nadie le dijera nada. Una vez en la calle lo sorprendió la lluvia, que estaba arreciando. Por suerte llevaba consigo un paraguas y caminó bajo su cobijo unas cuantas cuadras. Vestía sus botas de Bob, por lo cual no le preocuparon los charcos y pasó sobre ellos con seguridad.

Pronto llegó a una cafetería-librería y se sentó en una mesa en medio del establecimiento, sin nadie alrededor. Colocó sus cosas, su mochila, frente a él, en una de las sillas, y cuando una mesera se le acercó ya sabía qué pedir:

—Dame, por favor, una Hamburguesa Hemingway y un Americano Miller.

Una vez que la joven se retiró con su pedido, Segovia sacó de su mochila un pequeño volumen, autoría de Augusto Monterroso, donde el autor guatemalteco disertaba sobre la escritura de cuentos:

¿De qué manera enfrentamos esa vaga o tajante indiferencia de lectores y editores hacia ese género inasible que a lo largo de las edades permanece obstinadamente al lado de los otros grandes géneros literarios que parecen perpetuamente opacarlo, anularlo? Me atrevo a responder que de muy diversos modos, a saber:´transformándolo, cambiando su sentido, su configuración; dotándolo de intenciones diferentes, a veces reduciéndolo sin más al absurdo, y aún disfrazándolo: de poema, de meditación, de reseña, de ensayo, de todo aquello que sin hacerlo abandonar su fin primordial —contar algo— lo enriquezca y vaya a excitar la imaginación y la emoción de la gente. En pocas palabras, ni más ni menos que lo que los buenos cuentistas han hecho en cada época: darle muerte para infundirle nueva vida.

Aquellas palabras le recordaron a Segovia haber leído por ahí, en palabras de otro autor –cuyo nombre había olvidado–, que los editores se rehusaban a editar cuentos en la actualidad (hablamos del año 2022). A pesar de que tenía algo de cierto, le pareció que aquella aseveración era, en gran medida, falsa. Y es que aquel autor se refería a los grandes consorcios editoriales, no a las pequeñas casas independientes que, podría decirse, publican mayoritariamente ese género. 

Pero, entonces, ¿cómo era posible que Enrique Serna, el verdadero, su ídolo, hubiera sacado un volumen de cuentos recién? ¿Era, acaso, un privilegio reservado a los autores consagrados que sus relatos pudieran publicarse masivamente? Rumiando esa pregunta se puso de pie y buscó entre las estanterías. Halló el nuevo material del autor que, como él, había estudiado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (una de las razones por las cuales le era afín): ahí estaba, con un dibujo de su persona trastornada, Lealtad al fantasma.

Tomó el volumen y lo llevó consigo. Todavía no se había sentado y ya le había quitado el retractilado. Tan pronto se sentó comenzó a leer; a duras penas pudo comerse la hamburguesa y beberse el café americano. Así, se fue tendido hasta que concluyó la lectura del cuento llamado “Paternidad responsable”, quizá el que, hasta ese momento, le había gustado más. Junto con el llamado “El paso de la muerte”.

En todo caso, el estilo del autor lo seguía cautivando como desde el primer contacto con “El aplauso del artista”; Segovia parecía, también, reconocer de algún modo su receta, sus formas, su estilo: la contraposición de dilemas morales, el vaivén de situaciones y arrepentimientos que llevaban de un lado para otro a los personajes y, por lo tanto, a sus lectores.

También apreció el desparpajo, la desfachatez, el arrojo de escribir lo que le daba la gana sin temor al escarnio, a caerle mal al gran público neomoralino que ahogaba las redes sociales con sus prohibiciones sobre qué se podía y qué no leer (cosa que ya ni los críticos). Serna, pensó Segovia, les quemaría los ojos a aquellos; era, viéndolo así, como un Nuevo Marqués, el sacrílego al que tantos años le había rezado. Aquel que le enseñó, desde siempre y sin decírselo, que para escribir de verdad había que hacerlo en libertad plena. Serna era –como decía la cuarta de forros– el encantador de serpientes ya inmune a su veneno.

—Señor —le dijo la voz de la mesera—, estamos a punto de cerrar. ¿Desea que le entregue la cuenta?

Segovia se disculpó y, como si emergiera de un sueño (o, mejor dicho, como si emergiera de una alberca), despegó la mirada del libro y la miró a ella, aunque la mesera ya encaminaba sus pasos hacia la caja.

III.

Cuando salió de ahí, el exterior iluminado por farolas amarillentas reflejadas en los charcos, hacía rato que había terminado de llover.

Sacó una cajetilla de cigarros y se colocó uno en la boca. Batalló para encenderlo: la perilla parecía haber dejado de funcionar y solo unas chispas inútiles le chamuscaban el bigote sernesco.

Fue entonces que lo vio.

Ahí, cruzando la calle, estaba el verdadero Enrique. Por su posición, mirando hacia un lado de la calle, parecía estar esperando un taxi. O esperando algo. Su rostro, pensó, era semejante al de aquella portada: como angustiado, como ansioso. Seguro estaba en la ciudad, pensó Segovia, porque andaba de gira promocional dando diversas entrevistas y eso ya lo tenía harto.

Recordó entonces aquella que le hizo en sus años como estudiante. Segovia se las dio de muy bravo, de muy aventado, tras leer tres volúmenes del autor, y para una revista escolar se lanzó a entrevistarlo, solicitándole la charla a Serna por medio de sus redes sociales. Ni tardo ni perezoso, el escritor le contestó que sí, que aceptaba ser entrevistado por ese desconocido, y lo citó en su casa de Cuernavaca un viernes.

Segovia llegó diez minutos antes, muerto de miedo. Serna abrió la reja de su casa con jardín y conversaron, precisamente, en una mesilla de esas blancas (de jardín). Bebieron agua de jamaica (Segovia se quedó esperando algún trago que le bajara el pánico escénico, acostumbrado al indisoluble binomio escritor-alcohol) y, pasada la hora de conversación, que Segovia sintió cada vez más cuesta arriba, no hubo mucho más qué decir y Serna lo llevó en su propio automóvil a la estación de camiones. El momento en que, al parecer, más se relajaron.

Segovia apenas le arrancó a Serna un consejo para todo aquel joven que quisiera dedicarse a escribir: lee mucho, lee a los clásicos de nuestra lengua, lee más. No consiguió la entrevista intimista que hubiera querido, donde el autor le revelaba a destajo sus recuerdos pormenorizados. Segovia, inexperto, se sacó de onda por no alcanzar, en apenas unos minutos, un encuentro con esa familiaridad. No sabía aún lo que un maestro del periodismo narrativo le enseñó después: que esa cercanía se construye en distintas y prolongadas conversaciones.

Fue así que pensó en acercarse. En, por qué no, culminar esa charla iniciada quince años antes. Encendió el cigarro y pensó si Enrique fumaría. Creo que no, se dijo. ¿O sí? No sé, no vaya yo a ofenderlo, se dijo ahora, pero no soltó el tabaco –que ya tenía encendido– de los labios. Sacó el humo por la nariz. Entonces dio un paso. Luego otro. Serna permaneció como estaba, expectante, pero sin voltear al frente, sin voltearlo a ver; será para él una sorpresa que lo aborde, pensó Segovia, pero quizá se asuste, ¿o no?, chale, mejor me espero. Y se detuvo.

Entonces un vehículo se detuvo también, pero frente al autor de El vendedor de silencio. Enrique Serna lo abordó y Segovia se le quedó mirando. Así hasta que avanzó y se perdió entre la noche. —Creo que debo irme —se dijo Segovia en voz alta, y luego observó el dibujo de portada del autor que, angustiado como él solía estar casi siempre, se mordía las uñas al pie de la cama, con un espectro parecido a la muerte susurrándole.

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