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Cómo subvertir el safari
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No me sorprendería que safari, esa palabra que por sí sola convoca imágenes de animales que marchan en manada y excursionistas montados en jeeps que transitan por tierras extrañas, fuera la palabra africana más conocida y usada del mundo. Por lo menos así debe serlo en español. Una breve revisión de la etimología de este vocablo suajili revela que es un préstamo del árabe safar, o sea, “viaje”. Por su sonoridad, con esas tres sílabas tan características, y su uso contemporáneo a nivel mundial, sigue siendo una palabra que remite a las sabanas y selvas del África subsahariana, de donde son las lenguas de la familia bantú. Sin embargo, no es casualidad que esta palabra sea un producto acabado, y hermoso, de la mezcla de culturas e idiomas.

En el imaginario occidental, manchado irremediablemente por el colonialismo europeo, la idea de África es fácil de explicar: países islámicos al norte; al sur, clanes de bárbaros y nómadas de piel negra; como entorno, el gran hábitat para la naturaleza en estado salvaje. Estos prejuicios han ocultado durante demasiado tiempo una densidad histórica y cultural que apenas y puede entreverse desde acá, América Latina, gracias al arte y narraciones de su gente, por mucho que lleguen a cuentagotas. Por eso no es poca cosa que el Premio Nobel de literatura 2021 se haya entregado por quinta vez a un escritor nacido en esta región del planeta (el tercero, cabe destacar, que no es blanco, tras el nigeriano Wole Soyinka y el egipcio Naguib Mahfouz): Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948), ciudadano británico desde su juventud pero nacido en Tanzania, practicante y estudioso del islam, y cuya lengua materna, esa que articula en las sombras la escritura de todo autor extraterritorial, es el suajili.

Antes de que fuera reconocido con el galardón entregado en Estocolmo, Gurnah tenía ya una prolífica obra reconocida en el Reino Unido, donde ha sido profesor de literatura postcolonial de la Universidad de Kent, en Canterbury. Ahora es posible leerlo en español en las reediciones que hizo Salamandra de Paraíso y A orillas del mar. Ambas novelas, aunque distanciadas en los tiempos de su escritura y narración, remiten a una misma fuente original: Zanzíbar, ciudad e isla legendaria y mosaico de lenguas, pueblos venidos desde los parajes de la cuenca del Congo, Kenya, los grandes Lagos de lo que fue la República de Tanganica, y el afluente de historias intercambiadas por comerciantes y colonos que llegan de la costa este de Tanzania, Omán, el cuerno de África y el Océano Índico.

Paraíso (publicada originalmente en 1994), la obra más conocida de Gurnah, es una narración que deja claro desde el primer momento el mestizaje continuo de la Tanzania en vísperas de principios del siglo XX, un mundo modulado por el suajili, el árabe, el alemán y otras lenguas habladas, traducidas y regurgitadas por sultanes y comerciantes que podrían pertenecer a un cuento de Las mil y una noches, descendientes de esclavos, o incluso por las sombras blancas de los colonos alemanes e ingleses, bárbaros incluso en la paz y a punto de arrastrar a sus colonias a la primera guerra mundial.

A la mitad todo esto se encuentra Yusuf, un niño que fue puesto en prenda por sus propios padres para saldar las deudas con el tío Aziz, cacique y comerciante acostumbrado a negociar con armas, granos pero también cuerpos y destinos humanos. Yusuf apenas está entrando en la adolescencia pero ya es un chico guapo: las mujeres y hombres de todas las edades (en especial las que hablan árabe, detalle que no es baladí) coquetean con él y lo quieren de amante o yerno. Aunque Yusuf es el favorito del tío Aziz, no deja de ser poco menos que su propiedad, y se ve a sí mismo aterido en la tienda del comerciante; como pasatiempo, repasa el Corán y pasea por el gran jardín que es el orgullo del seyyid (como todos llaman a su tío), donde escucha los murmullos de una mujer que no se sabe si es un fantasma o un efecto de la frondosidad de los árboles y plantas.

El tío, después de unos años, se lleva a Yusuf por uno de sus infames viajes a las provincias, donde recorre paisajes como las faldas del Kilimanjaro, los lagos en el corazón del continente, puentes que atraviesan muros de fuego, y acampa con su caravana a merced de la fauna que gruñe por las noches —hipopótamos, cocodrilos, hienas— así como tribus y mercenarios en tierra de nadie. Todo esto tiene un tinte fantástico que, en otros autores (sobre todo europeos), podría ser exotismo puro, pero en Gurnah remite a un imaginario africano y musulmán que se oculta bajo la seña de eventos extraordinarios: Yusuf (equivalente José en nuestra lengua) es un nombre que remite a la hermosura de los profetas; los genios y demonios puede aparecer aquí, literalmente, en la forma de señores de la guerra o de los colonos europeos, trasuntos de Gog y Magog, los monstruos del apocalipsis musulmán. Más importante aún —a pesar de que no se menciona en el libro—  janna (o yanna) significa en árabe tanto “jardín” como “paraíso”. Es decir, el cielo, que no se sabe nunca dónde está ni, cosa más decisiva, quién debería ocuparlo.

A orillas del mar, en cambio, es una novela eminentemente realista, parte de esa literatura mundial de principios de siglo que es capaz de analizar con filigrana las sutiles violencias que configuran la vida y emociones de sus personajes. Saleh Omar, un refugiado tanzano en busca de asilo en Reino Unido, decide usar un pasaporte bajo la identidad de “Rajab Shaaban Mahmud”. El nombre que parece estar calculado cuidadosamente entre lo genérico y lo original, resulta ser el de un verdadero Rajab Shaaban, cuya identidad está asociada al pasado de Saleh de manera imborrable.

Gurnah parte en este caso de una fuente más directa, su propia vida como un descendiente de refugiados producto de la revolución de Zanzíbar de 1964, una guerra civil que dio forma a la actual Tanzania pero que desplazó sobre todo a la población de origen étnico árabe y, en especial a los musulmanes. Saleh Omar, en este caso, un hombre que llega a los 65 años a las islas británicas, es un hombre ya formado y con un pasado detrás que, sin embargo, no lo arraiga a su tierra, destrozada por las disputas entre las grandes potencias y su repartición despiadada de la economía y hogar de millones de personas. Omar, para conseguir un pasaporte y el ansiado asilo, fingirá que no sabe inglés con una de las frases más conocidas de aquella lengua: el “preferiría no hacerlo [hablar en inglés]” de Herman Melville y su escribiente.

A partir de allí, la novela experimenta un vuelco en el que otro narrador se verá involucrado para trastocar la figura simple del refugiado como pura víctima: al contrario, Gurnah muestra las complejidades del exilio, del mundo que queda atrás aunque se lleve a cuestas, o la sensación inlavable de que uno no pertenece a ningún lado. Publicada en junio de 2001, tan sólo unos meses antes de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York (fecha en la que la extranjería, en conjunción de los peores prejuicios occidentales frente a las otredades, se volvería una fuente de violencia global), A orillas del mar estaba destinada a hablar de este siglo de refugiados y exiliados.

Para acabar por el principio, una excursión sobre safaris: aunque la literatura de Gurnah está claramente influida por la tradición inglesa (al fin y al cabo esa es su lengua de escritor, y la referencia a Melville en A orillas del mar lo constata), el autor siempre se ha negado a que su obra se interprete desde marcos de referencia puramente occidentales. En concreto, Paraíso se ha querido leer como “una versión de los vencidos” de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, ese autor angloescribiente que era, cosas del mundo, polaco. Pero la realidad es que, en lo que se ha llamado —a falta de otros términos menos eurocentrados— “literatura postcolonial” se ocultan fuentes que desde el lejano occidente, México, apenas y podemos saborear. Nada me lo dejó más claro que el hallazgo de que el “viaje a Rusia”, que uno de los personajes le narra a Yusuf, era en realidad una referencia a un texto en suajili del siglo XIX: Safari Yangu na Bara Afrika o Mi viaje al país al norte de África, donde un comerciante de Mombasa cuenta, entre otras cosas, cómo fue ver el sol de medianoche en San Petersburgo.

En estos dos libros de Abdulrazak Gurnah, el mundo —por complejo y desconocido que sea— se revela en toda su belleza y brutalidad, a ojos de un autor que nunca volvió a la Zanzíbar de su niñez y adolescencia pero que nunca ha dejado de escribir desde ahí. Y que, como aquel comerciante kenyano que narraba historias de un país helado, hace suyo el mundo por medio de eso que parecería patrimonio exclusivo de lo que hoy se conoce como el norte global: la capacidad de retribuir vida mediante la literatura.

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