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Bioy y la máquina de realidades
Roberto Abad comment 0 Comentarios

En octubre de 2022, participé en la MexiCona, una convención de literatura especulativa organizada por escritoras mexicanas especialistas en este género. La mesa en la que estuve presente junto con otras tres autoras invitadas tenía como eje temático “el transhumanismo”. Uno de los puntos del diálogo era saber las manifestaciones de la ciencia ficción a las que nos sentíamos cercanos, como lectores y creadores. No tuve apuro en decir que Adolfo Bioy Casares (Argentina, 1914-1999), ese escritor elegante que disfrutaba del tenis y de los caballos, era una de mis principales referencias de Latinoamérica. Enseguida reparé en lo poco que se lee en el marco de la narrativa de anticipación, quizá porque se aleja de cierta estética comúnmente aceptada de lo que representa la sci-fi. En su obra no hay ciudades en ruinas, sino catástrofes personales detonadas, casi siempre, por experimentos; no hay naves vigilando los cielos, sino doctores que traspasan las almas humanas a cuerpos de perros; no hay colonias marcianas desarrollando nuevas civilizaciones, sino visitas accidentales a realidades paralelas… ¿Por qué entonces no aceptar que estamos frente a un autor que imaginó con virtuosismo futuros en los que se pone en juego la relación del ser humano con la ciencia? ¿Nos dice algo ese hermoso cara a cara que tuvo ni más ni menos que con Bradbury en la FILBA de 1997?

La invención de Morel (1940, Losada; 2022, Alfaguara) le valió el Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, y para mí es una de las novelas cúspide del pensamiento futurista del siglo XX. Aun si dejamos de lado otras aproximaciones suyas al género, como “La trama celeste” (una anticipación al multiverso), “Los milagros no se recuperan” (que sugiere la existencia de clones humanos), “Historia desaforada” (sobre la modificación genética) o incluso Dormir al sol (acerca de la transferencia de consciencias), confirmamos ya en su libro más importante una preocupación creativa por los riesgos de acudir a la ciencia y a la tecnología para mediar las perplejidades del ser humano. Se trata de la historia de un espectador involuntario, un fugitivo del que poco sabemos, que huye de la muerte a manos de la justicia. Siguiendo los consejos de un vendedor de alfombras, va a parar a una isla de vegetación abundante. Desde allí, narrará en una suerte de diario –que también llama informe y sin embargo se convierte en testamento– la exploración del que cree es un lugar abandonado, es decir, seguro. Con una habilidad felina, irá avanzando cautelosamente por las laderas para descubrir las estructuras de un museo, una capilla y una alberca vacía. Se convencerá de su soledad hasta que divisa a una mujer hermosa (Faustine), sentada en unas rocas de la colina, mirando la puesta de sol a diario. Intentará la cercanía, ingenuamente: “Hoy la mujer ha querido que sintiera su indiferencia. Lo ha conseguido”. Con los días, la escena parece replicarse; ella lo ignora. Se agregan elementos: un fonógrafo reproduce a la distancia las mismas melodías (Valencia, Té para dos) y surgen unos bañistas que deambulan por el museo. La isla –que se distingue por tener dos lunas y dos soles–, a partir de entonces comenzará a poblarse de misteriosas entidades que desarrollan una escena perpetua.

Con inseguridad, Bioy publicaría los primeros capítulos de La invención de Morel en Sur durante el año de su edición; las reacciones de esos primeros lectores le harían sentir “una módica sospecha de triunfo”. Recuerda en sus Memorias (Alfaguara, 2022) haber estado sentado en el corredor de la casa de Pardo, en Rincón Viejo, cuando le vino a la mente la perspectiva vertiginosa del tríptico de un espejo veneciano del cuarto de su madre. Esta visión, según cuenta, lo hizo pensar en “la posibilidad de una máquina que lograra la producción artificial de un hombre, para los cinco o más sentidos que tenemos con la nitidez con que el espejo reproduce las imágenes visuales”. El impulso de escritura se avivó con las máquinas de Wells y las islas del Pacífico de Stevenson; la tentación de un falso ensayo –tan al estilo de su mejor amigo– lo mantuvo al vilo, pero pronto se convencería de que aquella fuerza imaginativa era digna de una ficción. En 1937, Bioy se encerró en la estancia familiar de Rincón Viejo a leer (Montaigne, Rusell, Cancela) y sobre todo a escribir hasta pasado el medio día, tomándose un tiempo de distracción sólo para platicar con Silvina Ocampo o acariciar a Ayáx, un gran danés querido por todos. De esta temporada surgiría dicho clásico de literatura fantástica, que sería adaptado primero en 1967 para la televisión, por Claude-Jean Bonnardot, y luego para el cine en 1974, por Emidio Greco.

La figura de Morel, el científico responsable del funcionamiento de la isla, se presenta como un engañoso aliado del protagonista; es la representación del intelecto, un arquetipo que Bioy utilizó en varias de sus historias de ciencia ficción: los atrevimientos tecnológicos no podían venir sino de una voz autorizada, que diera certeza de lo que hace. Sin embargo, también es la representación de la ciencia que pretende desestabilizar el entorno; en este caso, con la invención de una forma de inmortalidad. Su máquina, al mismo tiempo, es una suerte de condena: esos seres que reproduce viven en un bucle, y eso es lo que atormenta al protagonista. “Si la isla se hundiera –a excepción de los sitios donde están las máquinas y los proyectores–, las imágenes, el museo, la misma isla seguirían viéndose”.

La idea de una isla-artefacto implicaba una fuente de energía no convencional. A varias décadas previas del auge de las energías alternativas, Bioy proponía que fuera el oleaje de las mareas, interceptadas por un molino, el que proporcionara el ímpetu vital al cuarto de máquinas. Ésta y otras nociones –como la que refiere Mariana Enríquez en el prólogo de la reedición de Emece, sobre la realidad virtual– hacen de La invención de Morel una novela que renueva nuestra noción del presente y, como un espejo contrapuesto a otro espejo, nos muestra en cada lectura una mirada más lejana y más honda de lo que encarna la escritura sobre el futuro.

Referencias
Memorias, Adolfo Bioy Casares, Alfaguara, 2022
Bioygrafía, Silvina Reneé Arias, Tusquest, 2016
 “La tristeza detrás de la máquina”, prólogo de Mariana Enríquez, Emece, 2014

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