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Una educación sentimental erótica
Ana V. Clavel te dice por qué deberías besar sin labios.
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“En ese entonces me daba por tocarme todo el tiempo…” es el comienzo de Las ninfas a veces sonríen. La gente piensa de inmediato en los placeres solitarios. Dicen “qué onanista”, pero no: en el comienzo de mi educación sentimental erótica, como Ada, la protagonista de mis ninfas, me daba por tocarme en muchos más sentidos —aunque claro, el cuerpo, la piel, “no hay nada más profundo que la piel”, decía Valéry, tampoco quedaban intactos—. Era tan fácil estimularme. Un libro, la portada de un disco, una mirada. Tendría trece años y visitaba a menudo la casa de un tío en la Condesa porque era una casa en una zona arbolada y a mí los árboles me dan la sensación del paraíso, con misterios como un jarrón que descansaba en el entrepiso de la escalera, con su dragón-murciélago nadando en un mar rojo sangre de cerámica; con mis primas mayores que no tenían novio pero sí lista de pretendientes; con mi primo universitario que era guapo, escuchaba discos de Santana y tenía un perro al que había bautizado misteriosamente El oso.

Fue en una de esas visitas en las que yo aprovechaba para hurgar en el cuarto de mi primo, cuando hice dos descubrimientos trascendentales en mi educación sentimental erótica: el primero fue la portada de Electric Ladyland de Jimi Hendrix, con ese desnudo fotográfico en el que una veintena de muchachas de todos los colores posan el esplendor de sus cuerpos rotundos sin ropas y sin pudor. El segundo descubrimiento fue una edición en varios tomos de Las mil y una noches. Como todo mundo, yo conocía desde niña los cuentos más tradicionales de esa colección de relatos orientales. Pero los tomos que tenía mi primo eran un catálogo gozoso donde los cuerpos liberados de prejuicios y ropajes se entregaban a la ceremonia de la carne deleitable. Las descripciones de los actos amorosos de la propia Scherezade y el sultán eran tan vívidas y detalladas que en más de una ocasión tuve que apartar la mirada del libro para tomar un respiro, tanta era la excitación que aquellas escenas me provocaban.

Un día, leía yo emocionada sobre la cama de mi primo la historia de la princesa Budur y el príncipe Kamaralzamán, quienes se deleitaban infatigables en su primer encuentro amoroso, cuando sentí que la cama se movía y una suerte de gemidos surgían de la parte inferior. No sin temor me animé a descolgar la cabeza y atisbar bajo la cama. Descubrí entonces al causante de esa versión estereofónica del cuento de la princesa Budur: El oso, el perro de mi primo, yacía dormido debajo de la cama pero jadeaba y se movía como si compartiera conmigo la excitación de la historia. No sé… tal vez habrá olido las no pocas feromonas provocadas por mi lectura.

Una educación erótica en materia literaria siempre es un camino personal. En primer lugar, porque hay libros que estimulan los sentidos sin que forzosamente pueda considerárselos “eróticos”: tal es el caso de Aprendizaje o El libro de los placeres, una de esas rarezas-joyas como son todas las obras de Clarice Lispector. Ahí, el lenguaje todo es una piel profunda, una boca, una herida que mana besos cárdenos, un torrente de sensaciones e intensidades que van de la excitación más sutil, casi táctil, hasta el desbordamiento de tumbos y oleadas inmensurables. Y todo ello provocado, más que por una historia, por la escritura convertida en misterio y posesión.

Pero también es cierto que hay lecturas que se vuelven inevitables en esa formación de los sentidos encarnados. Tal es el caso del Divino Marqués. Los caminos de Eros son sinuosos. Yo llegué a Sade cuando tenía 17 años por las revistas Caballero que coleccionaba mi hermano mayor y que, conociendo mi vicio por la lectura, me prestaba porque ahí publicaban escritores contemporáneos como Gustavo Sainz, que tenía una columna muy erudita y divertida. Creo recordar que fue en las páginas de esa revista donde leí incluso un cuento del Divino Marqués, en el que la transgresión iba aparejada a un sacrílego sentido del humor, pues el relato contaba las lecciones de religión que un sacerdote prodigaba a un par de pequeños, a quienes revelaba en carne propia el misterio de la santísima Trinidad o, en otras palabras, realizaba con ellos un ménage à trois de abnegados fines doctrinales.

Recuerdo que escondí esa revista bajo el colchón de mi cama. Mi madre la descubrió un día y me reprendió aterrorizada de suponer que la guardaba yo por los muy frontales desnudos femeninos. No puedo negar, con esa flexibilidad que tenemos las mujeres para contemplar otros cuerpos semejantes, que muchas de las fotografías eran un tributo a la mirada y a la libido, pero de ahí a reconocer una vocación homosexual había una gran distancia. Tranquilicé a mi madre diciéndole que la revista era de mi hermano, que me la había compartido por ciertos artículos ahí publicados y que a mí resueltamente eran los hombres quienes me subyugaban. Por suerte a mi madre no le gustaba leer y no intentó revisar el cuento libertino en cuestión, si no de seguro me hubiera acusado de blasfema, réproba o quién sabe qué cosa peor.

La gente dice que tengo una marcada vena erótica en mis libros. No ha sido deliberado. Sólo con Las ninfas a veces sonríen fue que me decidí a trabajar un personaje femenino que se abriera a su deseo de una forma más íntima, gozosa, sin culpa. Tenía yo en mente ese hermoso libro de Italo Calvino, Las ciudades invisibles, en el que cada ciudad inventada por Marco Polo tiene un nombre de mujer e inspira una seducción delicada y a la vez corpórea. Aun paladeaba los asedios de Calvino en la boca, cuando se me ocurrió que Ada, la ninfa de mi libro, y los diferentes hombres, héroes, dioses, faunos y ángeles rebeldes que se cruzan en su vida, podían conformar una geografía del deseo sutil y a la vez perturbadora, el mapa de una arquitectura etérea y a la vez carnal. Algo semejante a una frase que descubrí grafiteada en el Parque México cuando escribía la novela: «Bésame sin labios».

La vida es generosa cuando uno bucea en las profundidades de la escritura y se atormenta pero también lo disfruta. Como Ada cuando reconoce: “Me envolvía en mis pétalos, me gozaba sintiéndome… Yo era mi Paraíso”.

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