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Un Leonardo para el siglo XXI
Olmo Balam comment 0 Comentarios

Cada tanto, con más frecuencia de lo que parece, recibimos noticias de Leonardo Da Vinci (15 de abril de 1452 – 2 de mayo de 1519): como el misterio del Salvator Mundi y su paradero (cuya autoría todavía se discute, aunque forma parte de la veintena de pinturas suyas que le sobreviven), que sigue desaparecido tras la subasta en que alcanzó los 450 millones de dólares; el hallazgo de un mechón de pelo del artista que será la cereza en el pastel para las celebraciones en honor al pintor de este año; la polémica sobre un supuesto dibujo en pluma y tinta de un San Sebastián, enésima atribución a su nombre; o la recreación por parte de ingenieros y diseñadores de videojuegos de alguna de sus fabulosas máquinas voladoras.



A pesar de que Leonardo lleva medio milenio muerto, su presencia en el imaginario colectivo sigue despertando fascinación, controversias y mitos. Como el de que todas sus pinturas estaban compuestas a partir del número áureo; o las exageraciones sobre el significado de su letra especular –escrita de derecha a izquierda y legible sólo frente a un espejo— que era menos una extravagancia que una de las formas usuales de letra manuscrita de su época; así como las muchas conspiraciones en las que se ha involucrado su nombre. Pero ninguna de estas conjeturas deslumbra tanto como el secreto de su talento y potencia creativa.

Da Vinci era un genio, pero esta palabra puede dificultar una verdadera comprensión de la vida y obra de quien fue uno de los grandes artistas de todos los tiempos. Leonardo fue un hijo bastardo, abiertamente homosexual, vegetariano adelantado a su tiempo, nunca recibió formación académica o libresca –misma que él despreciaba en favor del empirismo y la observación— . Era un artista, sí, pero difícilmente uno profesional pues rara vez entregaba los encargos que se le hacían y cuando los terminaba (como en el caso de su mítica Mona Lisa) se los apropiaba y llevaba por todos lados para darles algún retoque o sólo porque no podía separarse de ellos.

 

La Gioconda por Leonardo Da Vinci

 

Leonardo fue arquitecto, productor de obras de teatro, dibujante, socialité, pensador, músico e inventor de la viola organista, empresario fallido, ingeniero militar y civil, escultor, matemático aficionado, uno de los primeros científicos en el sentido moderno de la palabra, escritor, ornitólogo, anatomista…

Y al mismo tiempo, no. Sus elucubraciones matemáticas eran las de un amante de la geometría que era pésimo en aritmética; sus proyectos de una ciudad perfecta nunca recibieron el apoyo de ninguno de los gobernantes a los que sirvió; su estatua ecuestre, que iba a ser el caballo artificial más grande construido hasta entonces, terminó como blanco de tiro para unos ballesteros franceses; sus máquinas voladoras quizá sólo eran posibles sobre el escenario de una de las compañías de teatro a las que aportaba “efectos especiales.” A diferencia de contemporáneos suyos como Boticcelli o su rival, Miguel Ángel, quienes fueron invitados por el Papa a participar en la construcción de la Capilla Sixtina, Leonardo se había granjeado una fama como procrastinador profesional.

Si hubiera que buscar la cualidad donde residía el genio de Da Vinci, nos dice Walter Isaacson en la biografía que escribió sobre el polímata nacido en Florencia, tendríamos que hablar sobre su infinita curiosidad, su capacidad para ver en el mundo algo fascinante todos los días. Sus proyectos imposibles, sus sueños, el hecho de que en su haber haya más bocetos de ideas para obras maestras que obras maestras en sí (como la Adoración de los reyes o su San Jerónimo, cimas de lo incompleto), podrían verse como un defecto y, sin embargo, son la fuente del encanto que Leonardo sigue ejerciendo sobre nosotros.

Por eso este libro, Leonardo Da Vinci. La biografía, se enfoca en la única práctica que el genio llevó a cabo de manera consistente y sin interrupciones y que durante mucho tiempo se pasó por alto: la escritura. Pues Leonardo fue un escritor prolífico y de tiempo completo que desarrolló su grafomanía a través de miles de pliegos, bordes de hoja y palimpsestos en los que apuntaba, bosquejaba y, de esa manera, nos daba el mejor autorretrato de sí mismo.

Gracias a sus apuntes sabemos sus opiniones sobre casi cualquier cosa: desde sus tratados sobre pintura –que entremezclan la óptica con la indagación psicológica de los personajes y hasta la narrativa que se ensambla a través del movimiento de las formas y colores— hasta los anotaciones al margen de los miles de folios y cuadernos en donde apuntaba observaciones sobre las aves, el agua; o dos de sus obsesiones, las espirales y los rasgos de la gente fea. En sus apuntes hay aforismos, fábulas, observaciones científicas, pero también alusiones a sus amantes, recuerdos de sus amigos, cálculos sobre sus gastos o hasta simples avisos de que tenía que pararse para hervir el agua de su cena. Sus aflicciones y sus caprichos (como el de pintar mientras escuchaba a poetas y músicos), recrean a un Leonardo Da Vinci entrañable y muy cercano a cualquiera que haya sentido una curiosidad permanente por todo lo que le rodea.

 

Leonardo Da Vinci, en canalhistoria.es

 

El Leonardo que emerge de los escritos es el centro de este libro, pero Isaacson dedica capítulos completos al análisis de las obras maestras que han llegado a los museos y subastas de nuestros días, como las dos versiones de La virgen de las rocas, la historia de cómo se pintó La última cena, una de las primeras veces que utilizó óleos y en donde ensambló, más que un fresco, una experiencia teatral; o un ensayo sobre La Mona Lisa, que aquí se considera una obra maestra tanto del sfumato como de la introspección psicológica. Eso por no hablar de la propia historia de la supervivencia de su legado, un relato de restauraciones, subastas, revueltas entre historiadores y de cómo Leonardo se convirtió en una de las monedas de cambio del mundo del arte.

La última cena de Leonardo Da Vinci

La lista de los biógrafos de Leonardo es larga. Desde que Vasari lo incluyera en Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (publicada en 1550, sólo tres décadas después de la muerte de Da Vinci), muchos se han entregado a la tarea de conservar y extender el conocimiento que tenemos sobre una de las inteligencias más atrayentes del renacimiento. Ahí está Freud con los análisis de sus sueños (que en realidad eran una de las muchas ficciones y fábulas que le gustaba escribir por diversión) hasta los libros de historiadores del arte como Carmen C, Bambach y Martin Kemp. Walter Isaacson se une a esa larga lista de admiradores y biógrafos con el que quizá sea el Leonardo más terrenal de cuantos se han escrito, el más contradictorio y complejo. El autor, quien se ganó su fama con sendas biografías sobre Albert Einstein y Steve Jobs, se aleja de la apología fácil o la mistificación de una persona que fue, antes que un virtuoso a la hora de aunar arte y ciencia, un hombre enamorado por la curiosidad misma. Esa pasión, que veía un misterio digno de detenerse a observar la lengua de un pájaro carpintero —hay que saber ver, repetía una y otra vez Leonardo Da Vinci—, sigue inflamada cinco siglos después.

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