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Testamento de Antígona
Alicia Gutiérrez Reyna comment Un comentario

Nuestra estirpe está condenada. La tragedia se ha cernido sobre nosotros desde hace tantos años. Una maldición que se ha extendido por generaciones. Aunque tal vez conmigo termine todo, ojalá conmigo termine todo.

Intentamos ir en contra del destino, en contra de los dioses y la vida sólo nos demuestra que no importan nuestras elecciones, el camino ya fue trazado, incluso antes de nacer. ¿En qué ofendimos tanto a los dioses que nos condenaron a terminar de esta manera? ¿Es que los hombres no pueden sustraerse a su destino?

Layo, mi abuelo y rey de Tebas, lo intentó. El oráculo predijo que moriría a manos de su propio hijo. En un intento por burlar a los dioses abandonó en el campo a Edipo, mi padre, poco después de su nacimiento.

Por años se sintió seguro, ningún bebé sobreviviría solo. Pero cada decisión que tomaba solo allanaba el camino para la tragedia.

Mi padre fue acogido por otra familia, que lo vio crecer y volverse hombre y los dioses hablaron de nuevo, predijeron que él mataría a su padre. Quiso huir, lejos de quien él creía eran sus padres, lejos de todo lo que conocía y el destino lo alcanzó.

En su huida se encontró con su verdadero padre, al que acabó por dar muerte. La sangre de su propio padre en sus manos y él ni siquiera lo sabía. Esto sólo sería el comienzo, la vida le traería más lágrimas.

Mi padre desposó a su madre, sin saberlo, mi madre y reina de Tebas. Ella le dio cuatro hijos y la vida parecía buena. Una vez más creímos que habíamos escapado, que estábamos a salvo. Los dioses se reían de nosotros.

La verdad siempre termina por revelarse. Cuando Edipo se enteró que su esposa era su propia madre, no pudo con el dolor y la vergüenza y en un arranque de desesperación se quitó sus propios ojos.

Nosotros sus hijos, no supimos… no entendimos. Mis hermanos le dieron la espalda. Desterrado, mi padre sólo esperaba la muerte. Algo peor que la ceguera fue la traición de sus propios hijos, que sólo querían el trono de Tebas. Los maldijo y la tragedia caía nuevamente sobre nosotros.

El poder, un reino, una historia tan antigua como la humanidad perdió a mis hermanos. Ambos murieron por la espada del otro.

Parricidio, fratricidio, la sangre de los nuestros sigue cayendo sobre nuestras propias manos.

Creonte, hermano de mi madre, bajo sus leyes juzga a Polinices traidor a la patria y a Eteocles legítimo gobernante de Tebas y dicta la sentencia. Eteocles puede ser enterrado, su alma descansará en el Hades. Polinices, no. Su cuerpo quedará ahí donde perdió la vida, su traición no merece sepultura.

Antígona a la cabecera de Polynice (Antigone au chevet de Polynice) por Benjamin Constant

He perdido todo y a todos. Sólo quedamos mi hermana y yo, pero ella ya no quiere saber nada de todo esto. No la culpo.

¿Es justo oponerse a las leyes humanas, a mi propio tío y sus designios por seguir las leyes divinas?

Así que me he quedado sola y sola decidí enterrarte, hermano. Decidí que no podía dejar tu cuerpo expuesto a las bestias del campo y a las aves. Merecías el descanso, tú que ya puedes tenerlo y al hacerlo desobedecí a Creonte, y como condena he sido conducida a este túmulo, que será mi última morada.

No me arrepiento de cumplir con mi deber, aunque con esto termine mi vida. Con esta sentencia se me haya negado la posibilidad de ser esposa, de ser madre. Tal vez así deba ser.

Sin embargo, no esperaré pacientemente a que llegue la muerte. Si alguna elección puedo hacer, decido no dejar que mis últimos días entre los vivos sean agónicos. Antes que eso, sellaré mi destino en esta cámara mortuoria y con ello espero que termine de una vez nuestro linaje maldito.

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