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Sobre La encantadora de Florencia
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En algún lugar de Vislumbres de la India, Octavio Paz contrapone la imagen de una comida occidental a una en la India. La primera, separada en tiempos subsecuentes, tiene una narrativa culturalmente nítida: sopa, entrada, plato fuerte, postre; la segunda, el banquete indio, tiene como único marco una simultaneidad barroca, de sensualidad troglodita, en donde todo se sirve a la vez y los colores, sabores y olores se entremezclan sin recato. Seguimos con Paz: mientras la historia de las ideas y la propia Historia en occidente sólo se explican bajo el mismo modelo de sustitución que una comida de tres tiempos (una época nace en el seno de la anterior, la barre por completo e impone una nueva forma de entenderlo todo), en la India natal de Salman Rushdie todos los tiempos y todas las historias conviven sobre la misma mesa: en una ciudad como Bombay, el sistema de exclusión por castas coexiste con los informáticos y programadores más sagaces del mundo.

Quizá ésa sea la forma sensata de leer un libro como La encantadora de Florencia (2009), que Rushdie parece asumir como una empresa de antropología cultural en el alma, el entorno y el origen de aquello que al cabo de algunos siglos más tarde terminaría siendo la India de nuestros días. Ubicada a la mitad del Renacimiento y en los albores del primer siglo de humanismo europeo, la novela describe con detalle artesanal el imperio mongol bajo el mando de Akbar el Grande y la relación del monarca con un occidental que, mezcla de Sherezade y Marco Polo, aspira a ganarse el favor de la corte contando un río de historias acerca de una mujer, quizá imaginaria, que domina con su encanto a los hombres más poderosos de Florencia.

Hay un mérito evidente en la empresa de Rushdie, que reconcilia a la literatura clásica de viajes con la literatura de los lugares de destino de esos viajes: es, a la vez, explorador y nativo, conquistador y conquistado, transcultural en su dimensión más rica, más profunda y más necesaria. La era de los descubrimientos y de formación de los imperios es, para él, una autobiografía en clave. Quizá este sincretismo, presente tanto en el autor de Los versos satánicos como en una legión de narradores indios contemporáneos, sea uno de los pocos saldos blancos del colonialismo.

Rushdie no es ningún aprendiz al desvanecer las fronteras que separan a la verdad histórica de eso que podríamos llamar “la verdad poética”; tampoco muestra reparos al moldear lo racional a su antojo al trazar panoramas narrativos que alcanzan una verosimilitud ajena a la verdad científica o a la recreación documental. Quizá Hijos de la medianoche (1980) siga siendo el testimonio más perdurable de ello, pero La encantadora de Florencia destaca por la dimensión lúdica que Rushdie incorpora a su universo. Esta novela, que reinsertó a su autor en la competencia por el Man Booker, es una invitación definitiva a desprender a su autor de una buena vez del escándalo que lo lanzó a la fama veinte años atrás. Como una Sherezade de la corte internacional, Rushdie es nuestro mayor explorador en tierras y tiempos lejanos, con la salvedad de que el sultán ya le ha retirado la pena de muerte, y ni siquiera así ha dejado de narrar.

Sergio Huidobro

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