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Simulacros de papel y luz
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«Últimamente me ha sorprendido darme cuenta de lo mucho que amo
aquello que no se puede ver en una fotografía.»
Diane Arbus

Todos somos dioses en nuestra colección de fotografías, curadores de la vida propia que queremos contarle a los demás. Mi madre, por ejemplo, recortaba de las fotos a las personas que quería olvidar. No fue mi padre el único que resultó con la cabeza mochada: he encontrado en los álbumes familiares una abundante serie en la que aparece una amiga suya de la que intentó borrar todo rastro y también un par de fotos de las que recortó a un cachorro que murió ahogado antes de que alcanzaran a ponerle nombre y al que le dolía mucho recordar.

No la culpo: yo también atesoro esa capacidad que tienen las fotografías de dar la impresión de que algo es tan perfecto que no puede romperse. Pienso en una imagen en particular en la que estamos mi madre y yo de espaldas caminando hacia la playa. Detrás de la foto, con impecable letra manuscrita: 30 de julio de 1990. ¿Fue realmente un buen día? Lo fue en ese simulacro de papel y luz, pero la verdad es que mi madre lleva más de diez años muerta, la ropa que llevábamos puesta estará ya destruida y el huracán Kenna arrasó hace tiempo con buena parte de esa playa de Puerto Vallarta.

El protagonista de Ocio, la novela de Fabián Casas, describe así un encuentro que tiene una caja de viejas fotografías:

Cuando las encontré las volqué: mi mamá, mi papá, mi hermano y yo en Mar del Plata. Sonreíamos. Mi hermano y yo agarrados de la mano, en el jardín de infantes. Teníamos pánico. En otra, mi vieja secaba a un perro que habíamos tenido. Ella era la única que lo bañaba y después lo secaba en la terraza. La fotografía es una de las cosas más crueles que existen. Es un invento satánico.

La fotografía reproduce para siempre aquello que ocurrió una sola vez, y al hacerlo lo lanza a otro plano más contundente, irreversible: de ahí que algunas fotos adquieran pleno valor a la muerte de quien aparece retratado. El acto fotográfico mismo es un duelo, dice Baudrillard en “La escritura de la luz”: una especie de asesinato simbólico ocurre cuando el sujeto, al ser captado, deja de ser parte del mundo para volverse un monumento.

Hace años, al fondo del baúl, encontré la imagen de una mujer parada al centro de una habitación en penumbras. Era mi madre pero me tardé en reconocerla, porque en la foto viste distinto a como yo la recuerdo, lleva el pelo demasiado corto y tiene en las manos una aspiradora (no la vi aspirando ningún día de su vida). Frente a ella, el borde del sillón, una estructura de ladrillos. ¿Una chimenea? De la pared cuelgan varios cuadros de diferentes tamaños, pero solamente puede distinguirse el más grande: una pintura fea de una mujer de perfil (alguna santa, porque parece orar juntando las palmas frente a su pecho y con los ojos entreabiertos).

Lo interesante de la mujer (la de carne y hueso, no la santa) es su gesto de extrañeza. Preguntarme qué estaba pensando en ese momento me ha obsesionado al punto de investigar en qué año fue tomada, qué pasó ese día en casa de mis abuelos, quién o qué estaba del otro lado de la cámara que merecía ser mirado así.

Pero sé que estoy buscando un imposible, construyendo un monumento.

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