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Policiaca y Negra. Apenas un esbozo
Jorge Alberto Gudiño Hernández comment 0 Comentarios

Llevo muchos años escuchando y leyendo declaraciones en contra de la novela policiaca. No sólo porque a sus críticos les ha resultado fácil quitarle de encima el vestido de la literaturidad (vaya uno a saber qué es eso), sino porque, en los mejores casos, la utilizan más como herramienta que como literatura. Una herramienta para contagiar el gusto a los incipientes lectores, claro está, que requieren de ese empujón para luego llegar a obras mayores. No son éstos el espacio ni la ocasión para desmentir el argumento que tiende a hablar de la acumulación de lecturas como una suerte de preparación hacia el gran universo de lo literario.

Yo mismo me he descubierto en las últimas dos décadas hablando mal de la novela negra y de la policiaca. No en términos abiertamente despectivos, claro está. Lo he hecho, sin embargo, al asegurar que, cada tanto, cuando estoy cansado de cierto tipo de lecturas (nótese el tono soberbio y despreciable) me gusta leer una buena novela policiaca porque así descanso, me desentumo, me libero o destrabo la quijada.

No es porque ahora haya publicado mi primera novela estrictamente policiaca que busco desmentir a quien he sido. Por el contrario, llevo varios años dándole vueltas al asunto desde diversas perspectivas. Como no busco torturar a nadie con elucubraciones casi absurdas sobre el discurrir de mis pensamientos, entonces sirva lo que viene a continuación como apenas un esbozo de apología a la novela policiaca. Será breve, lo prometo, y algún día ahondaré más en él.

Me inicié como lector siendo niño. Eso significa, entre otras cosas, que me dejé cautivar por las cosas que me contaban. Poco podía yo saber, en ese entonces, de las sutilezas del lenguaje, de los giros del narrador o del desarrollo de eso que algunos llaman arcos narrativos. A mí me gustaba que me contaran historias. Mucho. Me sigue gustando. Tal vez por eso recurro tanto a novelas como a series de televisión y películas. Es cierto, con los años he aprendido algunas cosas. Ya no me interesa lo que mi vecina (harto metiche y otro tanto chismosa) me cuenta cada que consigue interceptarme. Ya me preocupan elementos que van más allá de la construcción de la trama. Pero me sigue fascinando que me cuenten historias.

En la evolución temprana de mi yo lector, es fácil definir el tipo de lecturas que me resultaban más atractivas: las novelas de aventuras, las fantásticas, las policiacas. Son tres géneros donde prima la trama sobre ciertos elementos formales. De ahí un montón de cosas. De entrada, que siga recurriendo a ese tipo de literatura cuando estoy cansado: es como volver a casa. También, que se haya maltratado a los géneros. Por una parte, por considerarse, de nuevo, para lectores insipientes (aquéllos quienes poco saben, que sólo desean ocuparse de las historias). Por la otra, que sólo se le dé valor a lo que cuentan aunque existan grandes obras que, ocultos bajo su trama, tienen un sinnúmero de mecanismos literarios de la más alta factura.

Si sigo con esa línea, mi yo lector actual, a veces mira con envidia el entusiasmo de ese otro yo que leía por las noches, incapaz de soltar el libro pues necesitaba saber cómo iba a resolverse el misterio más imbricado de la novela en turno. Era un entusiasmo de novato, claro está, pero al que intento llamar a mi lado cada tanto, cuando quiero una historia que me atrape a la brevedad y no me deje escapar.

Acabo de darme cuenta de que mi argumento puede ser interpretado en dos sentidos: a favor del género y en contra de este mismo. Al parecer, sigo reduciéndolo a sólo una historia fuerte y cautivadora. Antes de hacer más revolturas, debo decirlo: escribir una historia fuerte, cautivadora, que mantenga en estado de tensión a un lector durante varias horas, no es tarea sencilla. La trama de la novela policiaca (entendida ésta como abstracción) es de las que más reglas tiene encima. Así que, sólo por ese particular, ya cuenta con los requerimientos necesarios para estar al nivel de otro tipo de géneros.

Justo aquí es a donde pretendía llegar (recuérdese que éste es apenas un esbozo): el menosprecio del género. A mí me caen gordas las etiquetas cuando sirven como elemento de discriminación no taxonómica; para asegurar que una cosa es mejor que otra. Vamos, podemos ponernos a discutir la vida entera sobre si el género policiaco es mejor o peor que la novela pastoril, si la profundidad de los personajes es mayor en el teatro victoriano que el existencialista alemán, si las mujeres del romanticismo son más guapas que las de las novelas de caballerías o sobre quién ha tenido el mejor peinado en la historia: los héroes griegos o los franceses. Son discusiones absurdas, y eso que me gustan las discusiones. Lo son porque parten de universos heterogéneos. Prefiero, por ejemplo, discutir si determinada novela es mejor que otra novela. Una y una. Una contra otra. Un género completo que debe haber producido cientos de miles de títulos a lo largo de un par de siglos contra la generalidad de la literatura siempre saldrá mal librado. De ahí que no acepte el argumento que trata a la novela policiaca como un género menor.

Tampoco importa demasiado mi negación del menosprecio. El asunto es que yo sigo disfrutando su lectura. Del género, sus subgéneros, sus metagéneros, sus géneros compartidos, sus subsubgéneros y todas esas maravillosas coincidencias que me permiten tener determinado libro entre mis manos. Sí, a veces los leo como un descanso, para qué intentar mentir. Sí, a veces recurro a ellos con el entusiasmo del lector insipiente e incipiente, no veo por qué eso podría estar mal. Sobre todo, porque eso mismo hago con el resto de los libros: comenzar a leerlos siempre es una apuesta. Y, como con el resto de mis lecturas, a veces (pocas, la verdad) gano la apuesta. Y entonces me enfrento a la maravilla de lo literario, sin importar los nombres, las etiquetas o la opinión del resto de los lectores.

Dicho lo anterior, me retiro, debo seguir pensando en torno a este esbozo, apenas un esbozo.

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