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Desde que apareciera por primera vez en 1975, hace cuarenta años, Terra Nostra fue calificada como novela monumental. El adjetivo hace alusión, claro está, a sus más de novecientas páginas –en ediciones más antiguas rebasaba el millar–. Pero ese calificativo resulta mejor para describir dimensiones narrativas del proyecto que Carlos Fuentes se propuso, su dominio de las técnicas literarias y el intento de capturar de una vez la historia, el folclor, las flexiones de la lengua española.

Carlos Fuentes ilustra con esta novela el destino de nuestro idioma, tierra común no de una raza sino de una civilización. Que el título esté en latín es una ironía pero también establece la atmósfera genésica que reina sobre la novela; y a su contrario, un ímpetu de fin del mundo se cierne como un sino inexcusable sobre las tierras de los hispanohablantes.

La novela comienza en vísperas del año 2000 en un París futurista y apocalíptico donde una Casandra intertemporal, Celestina, cuenta la historia del imperio europeo que fue olvidado: el de la Corona española en la encrucijada entre la Edad Media y el Renacimiento, cuando los monarcas de España conquistaron el mundo o, al menos, el centro de la historia universal. Fuentes nos presenta a varios “Señores”; que no son otros que los soberanos entre el reino de Felipe II, el rey que hizo de España una potencia global y Carlos II, el último de su estirpe.

Doblemente vencedor, del premio Xavier Villaurrutia en 1976 y el Rómulo Gallegos en 1977, Terra Nostra es la culminación de la vanguardia en la obra del escritor nacido en Panamá. Carlos Fuentes vació todo lo que había aprendido y ensayado en sus obras anteriores –sobre todo las lecciones de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz y Cambio de piel– en esta panorámica gigantesca de la civilización hispana, o mejor dicho, el cosmos de la lengua española.

La imaginación de Fuentes siempre fue visual, como escritor del siglo XX su afluente fue el cine y la fotografía, esas dos artes sin las que gran parte de la literatura de las vanguardias no se entiende. Ese mestizaje dio como resultado una producción de metáforas principalmente visuales. En el caso de Terra Nostra, el referente principal es Felipe II, a la vez constructor del imperio y de su mausoleo, El Escorial. Este último, el palacio, se presenta aquí como la suma de lo que la lengua española había logrado y padecido a lo largo de los siglos.

Son muchos los tesoros que se pueden encontrar en esta bóveda llamada Terra nostra: las modulaciones de tiempo, los cameos de personajes como el Quijote, Quevedo o Velázquez; los cambios de narradores, los monólogos y diálogos teatrales, los relatos incrustados a la mitad de la novela, las ilustraciones que Alberto Gironella preparó especialmente para la novela…

Fuentes narra que tienen en la Celestina un instrumento capaz de encarnar los destinos diversos de los reyes, cazadores, poetas y navegantes de este cosmos, bajo la consigna de que “son necesarias varias vidas para integrar una personalidad”; frase que da una idea de la magnitud del proyecto fuentesiano que a veces es una mitología a través de la historia. Lo inabarcable de la existencia, la presencia de la muerte, es derrotada por una idea de la reencarnación a través de la lengua.

Una de las líneas que mejor concentra la fuerza y la poética de Terra nostra está casi al final del libro y dice lo siguiente: “la realidad es un sueño enfermo”. Esta novela barroca del siglo XX desafía esa enfermedad por medio de los instrumentos y los poderes de la literatura para crear un mundo en el que es posible, por los menos en lo que dura la lectura de sus cientos de páginas, vivir más allá, en el sueño nuevo de la lengua común, nuestra tierra.

Alfaguara

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