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Novelistas y dictadores
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En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM era común escuchar a los maestros burlarse de los escritores de novelas. Opinaban que hacían el ridículo cada vez que hablaban del poder o, peor aún, que trataban de acuñar algún concepto politológico. El blanco predilecto de los profesores priistas, o de quienes se decía que formaban parte de la intelectualidad orgánica del PRI, era Mario Vargas Llosa, por su “ocurrencia” de la “dictadura disfrazada perfecta”. Si queríamos entender el ejercicio del poder en México, en vez de oír las “palabras irresponsables” del nobel peruano, debíamos leer a Giovanni Sartori, que había llegado a la conclusión de que el PRI no era una “dictadura disfrazada perfecta” y sí un “partido hegemónico/pragmático”, o algo así. Un concepto, según ellos, preciso e inescrutable, no una fanfarronería.

Sin embargo, incluso los politólogos más empecinados hacían una excepción. Admitían que en las ciencias sociales no había una sola investigación que hubiera retratado, con la exactitud de la literatura, ese fenómeno variopinto que se llama dictadura y se apellida latinoamericana. Tengo la teoría de que el reconocimiento tenía en realidad fines perversos: a ver, ¿cuál de las novelas sobre dictaduras trata sobre México? Ya se pueden imaginar las conclusiones a las que llegaban aquellos maestros —acusados de priismo vía intelectualidad orgánica—, cuando se respondían que, felizmente, ninguna. Pero quitemos las conjeturas de nuestro camino. Reconozcamos a la literatura sobre las ciencias sociales en el análisis de uno solo de los fenómenos relativos al poder: ¿por qué las novelas de la dictadura son mejores que las investigaciones académicas?

Podríamos decir que cualquiera prefiere encontrarse en un párrafo “la dictadura disfrazada perfecta” que “partido hegemónico/pragmático”, pero ya sabemos que a los científicos de la sociedad les importa muy poco la belleza de la lengua, que buscan una redacción rígida y testaruda que simule objetividad. La ventaja de la literatura, creo —y ya casi puedo escuchar la burla de esos profesores ante mi argumento— tiene que ver más con la compasión que con el lenguaje, más con la imaginación que con los marcos teóricos.

En honor a mis años de estudiante de aquella honorable facultad, diré que hay dos tipos puros de novela de la dictadura: por un lado, aquellas en las que el dictador es una presencia ubicua que teje con minucia las peripecias de la trama. En este tipo —cuyo principal representante sería El Señor Presidente, de Miguel Ángel Asturias— el tirano puede verse muy poco; vemos, en cambio, los efectos de su tiranía. En primer plano tenemos una vida minúscula —como presumiblemente es la nuestra— que hace frente a un gran imponderable, y comprendemos la impotencia que debe sentir el infeliz cuando su entorno se modifica por una decisión arbitraria.

En el otro lado de la tipología, el dictador es el centro de la novela: extraño arquetipo literario que es tanto protagonista de la historia como antagonista de sí mismo, a quien vemos perpetuarse en el poder a través de una inercia, como diría García Márquez, “antigua e irreparable”, y a quien compadecemos al entender que es tan poderoso como solitario, que toda su vida ha caminado en sentido contrario a sus anhelos inconscientes. Que, en la cúspide del poder, mira un país en ruinas que es producto de su paranoia, como ocurre, precisamente, en El otoño del patriarca.

A la mitad del espectro —lo tipos mixtos— se encontrarían Maten al León, de Jorge Ibargüengoitia, y La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, novelas en donde, cómica o trágicamente, vemos las trayectorias paralelas de los dictadores y sus verdugos. Son novelas que tratan sobre la voluntad de poder, sobre la ambición desmedida, sobre las vidas hechas migajas que dejan a su paso el absolutismo y la impunidad.

Del lado del dictador protagonista se encontrarían Yo, el Supremo, de Augusto Roa Bastos, y El recurso del método, de Alejo Carpentier. Del lado del dictador ubicuo, en cambio, La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, la última de las novelas de la dictadura —o penúltima, según yo—, en donde la omnipresencia del dictador Rafael Leónidas Trujillo trasciende su propia vida e incluso las fronteras de República Dominicana.

Cuando me propuse escribir una novela de la dictadura, que, desde luego, hiciera homenaje a las anteriores, pensaba escribir una del tipo “dictador ubicuo”. La vida de mi abuelo, quien, de acuerdo con lo que pude investigar, era un sujeto apolítico, interesado sólo en mantener su estatus de guatemalteco de clase media, cambió para siempre cuando fue inculpado, con injusticia, de complicidad en un atentado en contra del dictador Manuel Estrada Cabrera. Los magnicidas fallaron y murieron en el acto, el tirano sobrevivió, y los justos, o por lo menos, los inocentes, sufrieron las represalias.

En el trazo original de la novela, el dictador aparecía en dos o tres escenas solamente, aunque de él dependían todos los destinos. Y cuando me di a la tarea de estudiar el contexto histórico, descubrí las extraordinarias biografías escritas en los años posteriores a la muerte de Estrada Cabrera. En ellas se aseguraba, por ejemplo, que el tirano era capaz de recordar el nombre y ascendencia de cualquier guatemalteco que viera en la calle; que, cuando decidió que su país debía honrar a la diosa romana Minerva, mandó a levantar templos jónicos en todas las cabeceras departamentales de Guatemala; que mantenía al mejor poeta de su tiempo, Rubén Darío, para que éste escribiera poemas a su madre. Frente a los descubrimientos, el plan original de mi novela cambió. Me vi seducido por el tirano de mi abuelo, y surgió en mí, digamos, una vocación malsana de biógrafo de Estrada Cabrera.

En alguna ocasión, en una entrevista, le dijeron a Jorge Ibargüengoitia, sin una pregunta clara de por medio, que su novela Maten al león había sido publicada cuatro años antes que El recurso del método y cinco antes que El otoño del patriarca, insinuando que Alejo Carpentier y Gabriel García Márquez, respectivamente, lo habían imitado al elegir tiranos como protagonistas. Ibargüengoitia, molesto, dijo que nadie le había copiado nada: “En un continente en donde abundan los tiranos, en donde casi cada señor en su casa se porta como tal, es muy lógico que a la gente se le ocurra escribir sobre los tiranos”.

Acaso el pequeño tirano que nos habita, despoja a cualquiera de su ecuanimidad, y no hay un lente objetivo —como pretenden las ciencias sociales— a través del cual podamos mirar a las dictaduras. Miguel Ángel Asturias decía que “toda dictadura es siempre una novela”, y creo que tiene razón, aunque más se parecen todavía los tiranos y los novelistas, que comparten, entre otras cosas, la voluntad de entretejer destinos, la soledad frente a un mundo que está todo el tiempo a punto de desmoronarse y, sobretodo, esa terrible preferencia estética por el largo aliento.

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