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No todo es vodka: Cinco clichés de la literatura rusa
Bruno Fuentes comment 0 Comentarios

Como dijo en una entrevista el académico estadounidense Irvin Weil, las novelas rusas no comienzan realmente sino hasta la página quinientos. Tolstoi llegó a escribir alrededor de 23 páginas al día. Dostoievski escribió (o más bien, le dictó a su taquígrafa) novelas extensas y legendarias en sólo cuestión de meses. Algunos hablan de este monstruoso dúo literario como Tolstoievski para resumir todo el panorama de la literatura rusa del siglo XIX. Claramente, cada país tiene sus clichés cuando se trata de su producción literaria; Tolstoievski es quizás el mejor ejemplo para el caso de Rusia. Así, para conmemorar estos inevitables clichés, siempre listos para ser mencionados en la sobremesa, exponemos aquí otros cinco de dicho país.

El samovar:

  • Para argentina, el mate; para México, el tequila; para Inglaterra, la cerveza… y, entre otros miles de ejemplos, vodka para Rusia. ¡Pero no todo es vodka! Otro gran cliché que podemos ver en la literatura rusa es el samovar; los personajes lo utilizan para calentar el té en su tiempo libre, en el trabajo, cuando discuten, cuando no discuten, cuando tienen tuberculosis, cuando contemplan la ciudad de San Petersburgo desde su helada buhardilla o simplemente a la hora de preparar un crimen. ¿Qué habrá sido de los grandes personajes rusos sin este utensilio?

El mujik:

  • Me tardé en escribir esto porque un mujik no paraba de tocar la puerta de mi casa. Cuando finalmente se fue me pude concentrar, pero el mujik regresó después de media hora y otra vez tocó. Con calma, esperé a que se volviera ir, y el mujik partió decepcionado, pero claro, a la medio hora regresó. Entonces lo dejé pasar, asombrado por su eslava obstinación de conseguir lo que desea. “¿Qué haces?” me preguntó. “Estoy pensando en clichés rusos para publicarlos en una revista, pero no se me ocurre nada”, le contesté. El mujik, ojeroso, se me quedó viendo con cara de “eres un idiota”.

El tren:

  • “Vine a Comala a conocer a mi padre, un tal Pietrov Paramóvich”, dijo Juan Preciado, descendiendo del tren de las 12 que venía de la estación de Moscú. A continuación, se subió a otro tren con dirección a San Petersburgo, donde conoció a un alto funcionario que se había enamorado de Comala. Ahí mantuvieron una larga plática, abarcando múltiples temas como las decisiones del zar, los versos de Pushkin y la decadencia de la Rusia de sus días, llena de granujas. Cuando llegaron a San Petersburgo se despidieron, y Juan Preciado se subió a otro tren con dirección a Omsk para seguir buscando a su padre.

El frío:

  • El sol escasamente sale en la literatura rusa. Con algo exterior se tenía que complementar la larga lucha de los bolcheviques, el suicidio de Ana Karenina, el tenebroso destino de los tres Karamazov y el del jardín de los cerezos. Da frío de sólo leer estas historias.

El francés:

  • Y por si no se entendió en su lengua original o en la traducción, siempre está el personaje aristócrata que va del ruso al francés, del francés al ruso, del ruso al francés… confundiendo al lector y a veces hasta a uno que otro personaje. Se tiene que hablar francés a toda costa; es la lengua elegante. La lengua fina. Cualquier héroe literario de Rusia estaría de acuerdo.

*Imagen de Xosé Uría.

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