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Nínfula, lobos, carne trémula
Rodolfo Naró comment 0 Comentarios

Desde Las Violetas son flores del deseo, Ana V. Clavel comenzó a andar el mapa de la sexualidad y la inocencia. Con la brújula de la intuición ha seguido los laberintos del erotismo en sus siguientes novelas, El dibujante de sombras, El amor es hambre y Las ninfas a veces sonríen. Cercano a esta última parte Territorio Lolita, un ensayo vehemente sobre el deseo y la perturbación que da origen a las nínfulas, esas niñas o preadolescentes que han sido motivo de inspiración de obras clásicas de la pintura, la fotografía, el cine y la literatura.

Dividido en cuatro grandes apartados, “Lolita: fundación de un mito”, “Algunos antecedentes del deseo edénico”, “Territorio virgen: la interioridad de la nínfula”, y “Nínfulas en otras partes”, Clavel nos acerca al origen y la esencia del deseo.

En la primera parte, “Lolita: fundación de un mito”, conocemos la génesis del personaje Lolita, protagonista de la novela que Vladimir Nabokov publicó en 1955, la cual estuvo prohibida en Estados Unidos por muchos años. Cómo, antes de ser conocidas con este nombre, a las nínfulas, se les llamaba “josefinas”, por Josephine Mutzenbacher, una renombrada prostituta vienesa de la segunda mitad del siglo XIX. Por sus memorias, publicadas en 1906, donde narra su vida sexual desde los cinco años de edad, nos enteramos que, por sus aventuras infantiles, las nínfulas llegaron a ser conocidas como “Josefinas” en recuerdo de ella. Por lo que es muy probable que Memorias de Josephine Mutzenbacher haya llegado hasta las manos de Nabokov, así como Alicia en el país de las maravillas, libro que el autor de Lolita tradujo al ruso, en su estancia en Cambridge, a los 22 años de edad.

En el segundo capítulo, “Algunos antecedentes del deseo edénico”, Ana V. Clavel sigue el rastro de Alicia y se remonta al siglo XIX. En plena época victoriana nos presenta las costumbres de ese tiempo: “las leyes correspondientes de la época fijaban los trece años como el comienzo de la edad núbil”, lo que permitió que no fuera mal vista la amistad de Lewis Carroll con las hermanas Liddell: Lorina de trece, Alice de diez y Edith de ocho años.

Clavel ahonda en Alice Liddell, la niña en quien se basó Lewis Carroll para crear el personaje de Alicia en el País de las Maravillas. Cómo Carroll contribuyó a forjar el mito de la enfant fatale con Alice y tantas otras niñas que fotografió, a veces desnudas, para preservarlas en esa edad púber.

Asimismo, analiza el cuento de Caperucita roja. “Más allá de la intención moralizante, el relato de la niña que se adentra en el bosque y atrae la atención del presunto lobo evidencia la circulación del deseo provocado por una pequeña virgen”. Ni Blancanieves, la Bella Durmiente, Cenicienta o Rapunzel son personajes del deseo tan declarados como es el caso de Caperucita en la cama.

Clavel nos presenta el cuento en su versión original de Charles Perrault (1697) y la subsecuente versión de los hermanos Grimm (1812), quienes usaron menos elementos eróticos y añadieron un final feliz: Caperucita es salvada por un leñador.

En la tercera sección “Territorio virgen: la interioridad de la nínfula”, nos remontamos a un páramo menos explorado pero existente, aquellas enfant fatale, Lolitas que han poblado las páginas de la historia: Salomé; Helena de Esparta, una niña de 10 años “más hermosa que cualquier otra mujer”, raptada por Teseo; Beatriz, la niña de nueve años de la cual se enamoró Dante; Virginia Clemm, prima de Edgar Allan Poe, con quien se casó cuando ella tenía 13 años o Claudia, la niña vampira de Entrevista con el vampiro de Anne Rice. Con estos casos Territorio Lolita se echa a andar hasta las cumbres de la niña-mujer y el deseo.

Es en la cuarta sección, “Nínfulas en otras partes”, donde Clavel analiza algunas de las más destacadas creaciones de nínfulas en la pintura, la fotografía y el cine, con ejemplos como el de Balthus y su cuadro El sueño de Teresa (1938), Petirrojos en los tiempos modernos de John Roddam Spencer (1860), La bañista de Paul Emile Chabas, Niña en el baño de Adolphe-William Bouguereau (1886), La habitación de las niñas de Carl Larsson (1895), o aquellas niñas desnudas, casi hadas, que surgen del lápiz de William S. Coleman para tarjetas de felicitación ilustradas.

Así como las fotografías de Hans Bellmer y sus muñecas desnudas desarticuladas o el estudio que Garry Gross hizo a Brooke Shields cuando tenía 10 años de edad o las fotos de Richard Prince, David Hamilton, Graham Ovenden y Jock Sturges, todas ellas de los años setenta. Mención aparte merece el trabajo fotográfico de “Sally Mann, quien en los años ochenta y noventa retrató a sus pequeños hijos desnudos en fotografías rurales”.

En cine, Clavel analiza películas que han reafirmado el estereotipo de la nínfula, como The Bachelor and the Bobby-Soxer de Irving Reis, Baby Doll de Elia Kazan, traza una ruta en la ambigüedad en los filmes de Walt Disney, dedica varias páginas a las dos adaptaciones de la novela Lolita de Nabokov; Pretty Baby, protagonizada por Brooke Shields; Taxi Driver, de Martin Scorsese; La rodilla de Clara, de Erich Rohmer, El padrastro, de Bertrand Blier o las recientes Las vírgenes suicidas y Tideland.

Al final de Territorio Lolita, Ana V. Clavel retorna el camino de la literatura con El amante de Marguerite Duras, Las Hortensias de Filisberto Hernández o las Violetas de Julián Mercader, su personaje de Las Violetas son flores del deseo, donde “una muñeca no basta, el deseo siempre necesita más”, es preciso una nínfula para perderse con ella en el Territorio Lolita, un ensayo en el que Ana V. Clavel profundiza en la “auténtica pureza y complejidad de una enfant fatale, una nínfula, el etéreo mapa de la sexualidad y la inocencia de las Lolitas”.

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